Había una vez, en la vasta sabana africana, dos animales que no podían ser más diferentes: un león llamado Leo y un elefante llamado Efraín. Leo era el rey de la selva, con una melena dorada que brillaba bajo el sol y un rugido que resonaba a través de las llanuras. Efraín, por otro lado, era un elefante grande y fuerte, con una trompa poderosa y orejas enormes que batían como alas de un pájaro gigante.
A pesar de vivir en la misma región, Leo y Efraín no se llevaban muy bien. Leo, siendo un león, era orgulloso y algo arrogante. Pensaba que su título de rey de la selva le daba derecho a ser el líder de todos los animales. Efraín, en cambio, era tranquilo y paciente, pero no le gustaba que le dijeran qué hacer, especialmente por alguien tan diferente a él como Leo.
Un día, Leo estaba cazando en su territorio cuando vio a Efraín pastando tranquilamente cerca de un lago. Leo decidió que ese era el momento perfecto para demostrar su autoridad.
—¡Efraín! —rugió Leo—. Este es mi territorio. ¿Qué haces aquí?
Efraín levantó su trompa y miró a Leo con sus grandes ojos amables.
—Estoy aquí porque necesito agua, Leo —respondió Efraín—. El lago es de todos, no solo tuyo.
—¡Yo soy el rey! —insistió Leo, golpeando el suelo con sus poderosas patas—. ¡Todo aquí me pertenece!
Efraín suspiró y movió sus grandes orejas, pero no quería problemas.
—No quiero discutir, Leo. Solo quiero beber agua en paz.
Leo no estaba satisfecho con esta respuesta y se acercó más a Efraín, intentando intimidarlo. Pero Efraín, siendo mucho más grande y fuerte, no se dejó amedrentar. Simplemente dio un paso hacia atrás y continuó bebiendo.
Días pasaron y Leo seguía molesto por su encuentro con Efraín. Decidió que tenía que enseñarle una lección al elefante para que entendiera quién mandaba. Así que un día, Leo preparó una trampa. Colocó unas ramas afiladas y piedras puntiagudas en un sendero que sabía que Efraín usaría para ir al lago.
Efraín, ajeno a la trampa, caminaba tranquilamente cuando de repente pisó una de las ramas y dejó escapar un fuerte bramido de dolor. Leo, oculto entre los arbustos, se sintió triunfante al ver que su plan había funcionado.
Sin embargo, algo inesperado sucedió. Efraín, a pesar del dolor, no se enojó ni trató de buscar venganza. En lugar de eso, se sentó y comenzó a tratar de sacar las ramas de sus patas con su trompa. Leo, al verlo, empezó a sentirse mal. No esperaba que Efraín reaccionara con tanta calma y dignidad. En lugar de sentirse victorioso, Leo se sintió pequeño y mezquino.
Leo observó cómo Efraín luchaba para liberarse y finalmente no pudo soportarlo más. Salió de su escondite y se acercó al elefante.
—Efraín… yo… lo siento —dijo Leo con la voz baja—. Esto es mi culpa. Yo puse esas ramas ahí.
Efraín levantó la mirada, sorprendido, pero no había ira en sus ojos, solo una tranquila aceptación.
—Todos cometemos errores, Leo —respondió Efraín—. Lo importante es aprender de ellos.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.