Había una vez en un reino muy colorido y alegre llamado Dulcelandia, una pequeña princesa de cinco años llamada Emma. Emma tenía el cabello castaño, rizado y unos ojos tan brillantes como las estrellas. Desde muy pequeña, Emma mostró un gran interés por la danza, especialmente por el ballet, que veía en los grandes espectáculos del palacio.
Cada mañana, al despertar, lo primero que hacía Emma era ponerse su vestido de ballet rosado, el cual tenía pequeñas lentejuelas que brillaban con la luz del sol, y sus zapatillas de ballet, tan suaves y ligeras como una pluma. Luego, acompañada de su madre, la reina Mariana, caminaba por los jardines del castillo hasta la Academia de Ballet de Dulcelandia, donde la esperaban más aventuras.
En la academia, Emma era la más joven, pero eso nunca la detuvo. Siempre estaba en la primera fila, intentando seguir los pasos de las bailarinas más grandes. Su maestra, la señora Elodia, siempre le decía con una sonrisa: “Emma, tu pasión por el baile ilumina toda la sala.”
Un día, mientras practicaba, la señora Elodia anunció que se acercaba el Gran Festival de Ballet de Dulcelandia, un evento en el que participarían todas las academias del reino. La noticia llenó de emoción a todos, pero especialmente a Emma, que nunca había bailado en un escenario tan grande.
Desde ese momento, todos los días, Emma practicaba sin cesar. Saltaba y giraba por todo el salón de clases, cada vez con más confianza. A veces, se equivocaba y tropezaba, pero su sonrisa nunca desaparecía; se levantaba y lo intentaba de nuevo.
Llegó el día del festival, y el gran teatro del reino estaba adornado con cintas y flores de todos los colores. Había llegado gente de todos los rincones de Dulcelandia para ver bailar a las jóvenes promesas del ballet. Emma estaba un poco nerviosa, pero su madre le dio un tierno abrazo y le susurró al oído: “Solo baila como sabes hacerlo, con todo tu corazón.”
La música comenzó, y Emma salió al escenario. Al principio, sus movimientos eran tímidos, pero a medida que la música llenaba el aire, su confianza crecía. Pronto, estaba bailando con tal gracia y alegría que todo el público quedó cautivado. Sus pasos eran ligeros como el viento y su sonrisa tan luminosa como el sol que entraba por las grandes ventanas del teatro.
Cuando la música se detuvo, el teatro estalló en aplausos. Emma hizo una reverencia y buscó con la mirada a su madre, que desde el público le enviaba un beso volado. Sabía que había hecho lo mejor que podía, y eso la llenaba de felicidad.
Al final del festival, la señora Elodia se acercó a Emma con una pequeña corona de flores y se la colocó en la cabeza, diciendo: “Hoy no solo bailaste, Emma, brillaste. Y eso es lo más importante en el ballet y en la vida: brillar con luz propia.”
Emma se sintió más feliz que nunca, sabiendo que había alcanzado su gran sueño de bailar en el festival y de hacerlo con todo su corazón. Desde ese día, siguió bailando, no solo en festivales o competencias, sino en cualquier lugar y momento que pudiera. Porque Emma había aprendido que cuando bailas con amor, el mundo entero se convierte en tu escenario.
Y así, la pequeña princesa Emma continuó llenando de alegría y danza todos los rincones de Dulcelandia, siempre recordando que lo importante no es cuán grande es el escenario, sino cuán grande es el corazón con el que bailas.
Un día, mientras la pequeña princesa Emma jugaba en los vastos jardines del palacio después de una intensa mañana de ballet, encontró un camino oculto detrás de una cascada de flores de lavanda que nunca había visto antes. Movida por la curiosidad, decidió explorarlo. El camino la llevó a través de un bosque encantado que parecía bailar al ritmo del viento.
En el corazón del bosque, Emma descubrió un claro iluminado por la luz de la luna, donde un grupo de criaturas mágicas, los Bailarines del Bosque, danzaban en círculos. Eran seres pequeños y luminosos, con vestimentas hechas de pétalos y hojas. Al ver a Emma, dejaron de bailar y la observaron con curiosidad.
La princesa, sin sentir miedo, se acercó y les dijo: «Soy Emma, la princesa de Dulcelandia, y amo bailar tanto como ustedes. ¿Puedo aprender con vosotros?» Los Bailarines del Bosque, encantados con su pasión por la danza, aceptaron con alegría.
Emma comenzó a visitar el claro cada noche. Los Bailarines del Bosque le enseñaron pasos que nunca había imaginado, movimientos que fluían como el agua del río y saltos tan altos que casi podía tocar las estrellas. Emma aprendió a bailar con la naturaleza, a entender el lenguaje del viento y a moverse con la gracia de los árboles.
Un día, la señora Elodia notó un cambio en la manera de bailar de Emma. Sus movimientos habían ganado una suavidad y una fuerza que sólo vienen con la verdadera conexión con el arte del baile. Intrigada, le preguntó a Emma de dónde había aprendido tales pasos.
Con una sonrisa, Emma invitó a su maestra y a todos los alumnos de la academia a seguirle una tarde hasta el claro en el bosque. Cuando llegaron, los Bailarines del Bosque los recibieron con una performance especial, mostrando su habilidad y armonía con el entorno.
La señora Elodia, profundamente conmovida por la belleza de la danza de los Bailarines del Bosque, propuso un intercambio cultural entre ellos y la academia. Así, los estudiantes de ballet pudieron aprender nuevas formas de expresión y los Bailarines del Bosque tuvieron la oportunidad de mostrar sus talentos más allá del claro encantado.
El intercambio culminó en un gran espectáculo en Dulcelandia, donde humanos y criaturas mágicas bailaron juntos ante todo el reino. Fue un evento sin precedentes que unió a todos los habitantes del reino en admiración y alegría. Emma, en el centro del escenario, brillaba no solo por su técnica, sino por el amor y la pasión que ponía en cada movimiento.
Desde entonces, el ballet en Dulcelandia no fue solo una forma de danza, sino un puente entre lo cotidiano y lo mágico, entre los humanos y la naturaleza. Emma se convirtió en una embajadora de las artes, llevando el mensaje de unidad y belleza a todos los rincones del reino.
Y así, la princesa Emma, con su corazón valiente y su amor incondicional por el ballet, enseñó a todos que bailar no es solo mover el cuerpo, sino también el alma. Y que cuando bailas de corazón, el mundo entero baila contigo.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.