En el lejano Reino de Japón, donde las montañas se elevan hacia el cielo y los ríos serpentean como hilos de plata bajo el sol, nació una hermosa bebé en el palacio imperial. Era la hija de los Emperadores, y desde el momento en que abrió los ojos al mundo, todos supieron que había algo especial en ella. La llamaron Hase Hime, un nombre que resonaba como una melodía en los corazones de aquellos que la conocieron.
La Princesa Hase Hime creció rodeada de amor y cuidados. Sus padres, los Emperadores, eran gobernantes justos y sabios, y deseaban que su hija creciera con los mismos valores. La educaron en las artes y las ciencias, en la historia de su tierra y en las antiguas tradiciones de su gente. Hase Hime resultó ser una estudiante excepcional, mostrando desde temprana edad una inteligencia y una sabiduría que sorprendían a todos.
A medida que los años pasaban, la belleza de Hase Hime se hacía más evidente, pero lo que realmente cautivaba a quienes la conocían era su corazón bondadoso y su profunda comprensión de la vida. No solo era una princesa por su linaje, sino por la nobleza de su espíritu. A los veinte años, Hase Hime ya era conocida en todo Japón como una joven sabia, capaz de aconsejar a su pueblo y de tomar decisiones con una madurez inusual para alguien de su edad.
El palacio donde vivía la princesa estaba rodeado de un inmenso jardín, donde los cerezos florecían en primavera, cubriendo el suelo de pétalos rosados que parecían susurrar historias del pasado. Hase Hime pasaba mucho tiempo en este jardín, meditando bajo la sombra de los árboles y observando la naturaleza que la rodeaba. Allí, en medio de la serenidad del jardín, encontraba inspiración y paz.
Un día, mientras paseaba por el jardín, Hase Hime se encontró con una anciana que parecía perdida. La mujer vestía un kimono sencillo y su rostro, aunque arrugado por los años, irradiaba una bondad que llamó la atención de la princesa.
—¿Estás bien, abuela? —preguntó Hase Hime, acercándose a la mujer con una sonrisa amable.
La anciana levantó la vista y al ver a la princesa, sus ojos se iluminaron con gratitud.
—Perdóname, joven princesa —dijo la mujer con una voz suave—. He venido desde muy lejos para pedir ayuda, pero no sabía si me recibirían en el palacio.
Hase Hime, siempre dispuesta a ayudar a los demás, invitó a la anciana a sentarse junto a un estanque tranquilo en el jardín. Allí, la mujer le contó su historia. Venía de un pequeño pueblo en las montañas donde la gente estaba sufriendo a causa de una grave sequía. Sin agua, los cultivos no podían crecer, y las familias estaban comenzando a pasar hambre. La anciana había oído hablar de la sabiduría de la princesa y esperaba que pudiera ofrecerles una solución.
Conmovida por la historia, Hase Hime decidió ayudar. Sabía que debía encontrar una manera de llevar agua al pueblo de la anciana, pero también comprendía que la solución debía ser sostenible para que no volvieran a enfrentar el mismo problema en el futuro. Después de meditar sobre el asunto, la princesa decidió consultar a los sabios del palacio y estudiar los mapas y las escrituras antiguas en busca de una respuesta.
Pasaron varios días, durante los cuales Hase Hime trabajó incansablemente, hasta que finalmente encontró una solución. En las escrituras antiguas, descubrió un método para desviar el curso de un río cercano hacia el pueblo, utilizando canales que podrían construirse sin dañar el entorno natural. Con esta idea en mente, la princesa presentó su plan a los Emperadores, quienes, impresionados por su ingenio, aprobaron de inmediato el proyecto.
Hase Hime organizó a un grupo de trabajadores y, con la ayuda de la anciana, viajaron al pueblo para comenzar la construcción de los canales. Durante semanas, la princesa trabajó codo a codo con los aldeanos, mostrando no solo su inteligencia, sino también su humildad y disposición para ayudar en todo lo necesario. Finalmente, el día tan esperado llegó: el agua comenzó a fluir a través de los nuevos canales, llenando los campos secos y devolviendo la vida al pueblo.
Los aldeanos, agradecidos, celebraron con una gran fiesta en honor a la princesa. La anciana, con lágrimas en los ojos, bendijo a Hase Hime, agradeciéndole por salvar a su gente. Pero la princesa, con su característico corazón humilde, solo sonrió y les pidió que cuidaran bien de la tierra y del agua que ahora tenían.
Después de esa experiencia, Hase Hime regresó al palacio, donde la esperaban nuevas responsabilidades. Su reputación como una princesa sabia y compasiva se había extendido por todo Japón, y la gente venía de lejos para pedir su consejo. A pesar de la gran cantidad de tareas que tenía, Hase Hime nunca perdía su calma ni su amabilidad. Sabía que su deber como princesa no era solo gobernar, sino también cuidar de su pueblo y asegurarse de que todos vivieran en paz y prosperidad.
Un día, mientras Hase Hime estaba en su jardín, recibió la visita de un emisario de una provincia lejana. Traía noticias preocupantes: un dragón había sido visto en las montañas, y estaba causando estragos en las aldeas cercanas. El dragón, una criatura majestuosa pero peligrosa, había despertado de su sueño y estaba enfurecido, destruyendo todo a su paso. Los aldeanos estaban aterrorizados y no sabían cómo enfrentarlo.
Hase Hime, aunque nunca antes había visto un dragón, sabía que debía hacer algo. No podía permitir que su gente sufriera a causa de la criatura. Decidió viajar a la provincia afectada para evaluar la situación por sí misma. Al llegar, encontró un paisaje desolador: casas quemadas, campos arrasados y gente viviendo con miedo. La princesa, conmovida por lo que vio, decidió enfrentar al dragón.
Con la ayuda de un anciano sabio del pueblo, Hase Hime descubrió que el dragón no siempre había sido una amenaza. En tiempos antiguos, el dragón había protegido las montañas y a sus habitantes, pero algo lo había despertado y enfurecido. La princesa decidió investigar qué podría haber causado este cambio en el comportamiento del dragón.
Después de explorar las montañas y hablar con los ancianos del lugar, Hase Hime descubrió que unos exploradores habían excavado en la montaña donde el dragón dormía, perturbando su descanso y dañando una cueva sagrada que el dragón había protegido durante siglos. Comprendiendo que el dragón no era malvado, sino que simplemente estaba enfurecido por la profanación de su hogar, Hase Hime decidió devolver la paz restaurando la cueva sagrada.
Con la ayuda de los aldeanos, la princesa dirigió la reconstrucción de la cueva. Trabajaron día y noche, reparando el daño y devolviendo a la cueva su antigua gloria. Cuando todo estuvo listo, Hase Hime subió a la montaña para enfrentarse al dragón, no con armas, sino con palabras.
Al llegar a la cima, encontró al dragón, una criatura imponente con escamas brillantes y ojos que reflejaban la sabiduría de siglos. Hase Hime, sin mostrar miedo, se inclinó ante el dragón y le habló con respeto.
—Gran dragón —dijo la princesa—, hemos venido a restaurar lo que fue dañado. Entendemos que tu furia fue causada por la profanación de tu hogar, y te pedimos perdón por ello. Te hemos devuelto la cueva sagrada, y te rogamos que nos perdones y vuelvas a proteger estas montañas como lo has hecho durante tanto tiempo.
El dragón, sorprendido por la valentía y la humildad de Hase Hime, observó la cueva restaurada. Después de un momento que pareció durar una eternidad, el dragón asintió lentamente y su mirada, antes llena de furia, se suavizó. Con un rugido que resonó en todo el valle, el dragón levantó el vuelo y desapareció entre las nubes, regresando a su sueño en la cueva sagrada.
Los aldeanos, que habían observado todo desde la distancia, estallaron en vítores y celebraciones. Hase Hime, con una sonrisa de alivio, descendió de la montaña sabiendo que había hecho lo correcto. Una vez más, había protegido a su gente, no solo con su inteligencia, sino también con su compasión y respeto por las antiguas tradiciones.
El tiempo pasó, y la fama de Hase Hime como una princesa justa y sabia creció aún más. Su nombre se convirtió en sinónimo de bondad, inteligencia y valor en todo Japón. A lo largo de su vida, Hase Hime continuó gobernando con sabiduría, siempre buscando el bienestar de su pueblo y la armonía con la naturaleza.
Cuando llegó el momento de que Hase Hime se convirtiera en Emperatriz, el pueblo la recibió con alegría y orgullo. Bajo su liderazgo, el Reino de Japón prosperó y floreció como nunca antes. Hase Hime gobernó con el mismo amor y dedicación que había mostrado desde niña, siempre recordando las lecciones que había aprendido a lo largo de su vida.
A pesar de las responsabilidades de su cargo, Hase Hime nunca olvidó el jardín donde había pasado tantas horas meditando y encontrando paz. A menudo, se la podía encontrar allí, bajo los cerezos en flor, recordando con gratitud a todos aquellos que le habían enseñado el verdadero significado de ser una líder y una protectora de su pueblo.
Y así, la historia de la Princesa Hase Hime se convirtió en una leyenda, contada a lo largo de los siglos a niños y adultos por igual, como un recordatorio de que la verdadera nobleza no reside en la sangre, sino en el corazón.
Fin.




La Princesa Hase.