En una pequeña aldea de Europa, donde los cielos se tornaban grises y el aire parecía detenerse, vivían tres jóvenes. A, un chico de rostro pálido y manos temblorosas, había perdido a su familia a causa de la peste negra. Cada rincón de la aldea estaba impregnado de ese hedor inconfundible que traía consigo la muerte, y los días pasaban en un perpetuo estado de desesperanza.
B, una chica intrépida y de espíritu fuerte, era la única que se atrevía a caminar por las calles vacías con una pequeña lámpara en la mano. Su madre había sido una sanadora, pero como muchos otros, había sucumbido a la enfermedad. A pesar de la tragedia, B no se dejaba vencer por el miedo; buscaba respuestas, algún indicio de esperanza, algo que los pudiera salvar a todos.
Una tarde, mientras A y B caminaban juntos por las calles desoladas, apareció ante ellos una figura misteriosa. C, envuelto en una capa negra, con el rostro oculto bajo la sombra de su capucha, no decía una sola palabra. Solo su mirada penetrante se asomaba desde la oscuridad. Los aldeanos lo evitaban, murmurando que era un ser maldito, traído por la misma peste para llevarse las almas de los que aún sobrevivían.
Los tres jóvenes habían escuchado los rumores de que la peste negra no solo era una enfermedad, sino que había sido traída por fuerzas oscuras. A, con miedo en sus ojos, preguntó: “¿Qué vamos a hacer? No hay escapatoria… todos estamos condenados”. B, en cambio, se negó a ceder ante la desesperación. “Tenemos que buscar al responsable. Algo o alguien está detrás de todo esto”.
C, el misterioso personaje, se detuvo ante una vieja iglesia que aún se mantenía en pie. Sin decir nada, levantó una mano señalando la puerta. B, aunque desconfiaba, dio un paso adelante, y A la siguió, incapaz de resistir la extraña atracción que ejercía aquel lugar.
Dentro de la iglesia, el aire era pesado, y los pocos rayos de luz que entraban a través de las ventanas rotas daban un aspecto siniestro al espacio. En el altar, un antiguo libro de cuero estaba abierto, cubierto de polvo. C se acercó, y con un movimiento suave, pasó las páginas. En aquel libro, las palabras hablaban de un pacto, un oscuro acuerdo entre la aldea y las sombras del bosque.
Hace siglos, según el libro, la aldea había hecho un trato con un ente maligno a cambio de prosperidad y abundancia. Pero el tiempo de pagar la deuda había llegado, y la peste negra era su forma de reclamar lo que le pertenecía. La muerte no era un accidente, era un tributo que la aldea debía pagar por su arrogancia.
B, con el corazón en la garganta, comprendió lo que debían hacer. “Tenemos que romper el pacto”, susurró. Pero A, lleno de terror, retrocedió. “¿Cómo? ¡No somos más que niños!”.
C, quien hasta ese momento no había hablado, finalmente rompió su silencio. Su voz era baja, como un susurro entre los vientos. “El pacto no puede romperse, solo puede ser transferido”. Los ojos de A y B se encontraron con los de C, y una horrible verdad comenzó a revelarse. Para salvar a la aldea, alguien tendría que asumir el peso de la maldición.
B, valiente como siempre, dio un paso al frente. “Yo lo haré”, dijo con firmeza. Pero antes de que pudiera decir más, C levantó la mano y la detuvo. “No. La maldición ya tiene dueño”.
A, que había permanecido en silencio, finalmente entendió lo que C había querido decir desde el principio. El chico era el último de una línea familiar marcada por la maldición. Su sangre estaba ligada al pacto desde generaciones pasadas. Por eso había sobrevivido cuando todos a su alrededor perecían. No era la peste lo que lo había mantenido con vida, sino la maldición que ahora reclamaba su alma.
Las campanas de la iglesia resonaron en el aire, como un eco lejano de muerte. A, con lágrimas en los ojos, entendió que no había escape. “Entonces, todo está perdido…”, murmuró.
B no quiso aceptarlo. “No puede ser así. Debe haber otra forma”.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.