Era una tarde como cualquier otra en la tranquila colonia de San Mateo, donde la naturaleza abundaba y la vegetación se entrelazaba con los recuerdos de historias antiguas. Javier, Valeria y Adriana, tres amigos inseparables, habían terminado sus tareas escolares y se preparaban para salir a jugar. El sol comenzaba a ocultarse tras los árboles, pero eso no les preocupaba. Habían jugado tantas veces en el bosque cercano que conocían cada rincón y cada sombra.
«Vamos al claro», propuso Valeria, mientras ajustaba su vestido verde. Ella siempre había sido la más aventurera del grupo. Adriana, con su cabello rizado y su sudadera morada, asintió emocionada. «Sí, y quizás podamos encontrar ese viejo árbol que dicen que es mágico», agregó. Javier, el más cauteloso del trío, dudó por un momento. «No sé, chicas. He oído historias sobre el bosque, sobre los fantasmas que rondan aquí», respondió, nervioso.
Sin embargo, la emoción de sus amigas era contagiosa, y pronto Javier se encontró siguiendo a Valeria y Adriana hacia el bosque. Mientras caminaban, los sonidos de la colonia se desvanecían, reemplazados por el crujir de las hojas y el canto lejano de los pájaros que regresaban a sus nidos. La tarde estaba empezando a oscurecerse, y una brisa fresca comenzó a soplar, llevando consigo el eco de antiguas leyendas.
A medida que se adentraban en el bosque, las sombras se alargaban y la luz del sol se filtraba entre las hojas, creando un juego de luces y sombras. «Escuchen», dijo Valeria de repente, deteniéndose en seco. «¿Escuchan eso?». Un murmullo bajo, como un susurro, parecía emanar del interior del bosque. Javier se estremeció. «Tal vez deberíamos regresar», sugirió, pero Valeria lo miró con determinación. «Vamos a investigar. ¿Qué podría ser?».
Adentrándose más en el bosque, encontraron el famoso árbol mágico. Era un viejo roble, sus ramas retorcidas y su tronco grueso parecían contar historias de épocas pasadas. «¿No se ve un poco extraño?», comentó Adriana, mirando hacia las ramas que parecían moverse con el viento, aunque no había brisa. «Solo es un árbol», respondió Valeria. Pero Javier no podía quitarse la sensación de que algo no estaba bien. En ese momento, notaron una serie de figuras en las sombras que parecían observarlos.
«¡Miren!», gritó Valeria, apuntando hacia un grupo de luces parpadeantes que danzaban entre los árboles. «¡Es hermoso!». Las luces titilaban, como si quisieran atraerlos. Sin pensarlo dos veces, los tres amigos comenzaron a seguirlas, ignorando la creciente sensación de inquietud que invadía a Javier. «Esto no me gusta», murmuró, pero sus amigas estaban demasiado intrigadas para escucharle.
Las luces los llevaron a un pequeño claro rodeado de altas hierbas. En el centro, había una piedra antigua cubierta de musgo. «Parece un altar», dijo Adriana, tocando la superficie fría de la piedra. «Tal vez deberíamos hacer un deseo». Javier se quedó atrás, observando. «Esto se siente raro. Tal vez deberíamos irnos», insistió una vez más.
Valeria, emocionada, tomó las manos de sus amigas y dijo: «Vamos a hacer un deseo juntas». Mientras cerraban los ojos, Javier sintió un escalofrío recorrer su espalda. De repente, un viento gélido sopló a través del claro, haciendo que las hojas susurraran y las sombras se movieran de manera inquietante. «¿Qué fue eso?», preguntó Javier, abriendo los ojos.
El viento se detuvo tan abruptamente como había comenzado, pero algo había cambiado. Las luces que los habían atraído comenzaron a brillar más intensamente, proyectando sombras que se alargaban y distorsionaban. «Mira», dijo Valeria, apuntando a las sombras. «Parecen figuras humanas».
Las figuras en las sombras comenzaron a tomar forma, emergiendo lentamente de la oscuridad. Eran espectros, transparentes y etéreos, que flotaban a su alrededor con miradas tristes. «¿Qué quieren?», preguntó Valeria, temblando. Las figuras no respondieron, pero sus ojos brillaban con una tristeza profunda.
«¡Debemos irnos!», gritó Javier, pero antes de que pudiera mover un pie, un espectro se acercó a ellos, su voz resonando como un eco lejano. «Buscamos compañía. No hemos tenido amigos en mucho tiempo». Las palabras retumbaron en sus mentes, llenas de anhelos y nostalgias.
«¿Por qué están aquí?», preguntó Adriana, intentando mantener la calma. «¿Qué les sucedió?». El espectro, que parecía el más anciano de todos, suspiró. «Vivimos en este bosque, pero hemos sido olvidados. Muchos vinieron, pero nunca se quedaron. Ahora solo deseamos que alguien recuerde nuestras historias».
Javier sintió una mezcla de miedo y compasión. «Nosotros podemos ayudarles. Podemos contar sus historias», dijo, aunque no estaba seguro de cómo hacerlo. Las figuras se iluminaron un poco más, como si esa simple idea les diera esperanza. «¿De verdad lo harían?», preguntó el espectro anciano.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.