Javier, Joako y Alex eran amigos inseparables. Desde muy pequeños, habían jugado juntos al fútbol en el mismo club de su ciudad. Su sueño siempre había sido viajar juntos a Europa para jugar en los grandes estadios y enfrentarse a los mejores equipos del mundo. Eran los tres mosqueteros del balón, siempre juntos, siempre listos para una nueva aventura.
Un día, recibieron la noticia que tanto esperaban: habían sido seleccionados para un torneo internacional en Europa. La emoción era tan grande que no podían dejar de hablar sobre ello. Pero, antes de partir, decidieron hacer algo especial: jugar un último partido en un lugar que les había intrigado desde hacía tiempo, un campo de fútbol abandonado a las afueras de la ciudad.
El campo estaba rodeado de árboles altos y oscuros, y, aunque era evidente que no se había usado en años, había algo en él que siempre los había atraído. Algunas personas del pueblo decían que ese campo estaba embrujado, que en las noches de luna llena se podían escuchar gritos y ver sombras extrañas entre los árboles. Pero a los tres amigos les gustaban las aventuras, y estaban decididos a demostrar que no había nada de qué temer.
Llegaron al campo justo al anochecer. La luna llena empezaba a asomarse entre las nubes, iluminando tenuemente el terreno cubierto de hierba alta y descuidada. La portería oxidada crujía al viento, y un escalofrío recorrió la espalda de Alex. “Esto da un poco de miedo, ¿no?”, comentó mientras miraba a su alrededor.
“Bah, son solo historias de viejos”, respondió Javier con una sonrisa desafiante. “Vamos a jugar, ¿quién tiene miedo?”.
Joako, siempre el más valiente, ya estaba preparando el balón. “Vamos, chicos, un último partido antes de ser estrellas en Europa”, dijo con entusiasmo.
Comenzaron a jugar, riendo y corriendo por el campo. Todo parecía normal al principio, pero pronto comenzaron a notar cosas extrañas. La pelota, por ejemplo, parecía moverse de manera extraña, como si algo invisible la empujara en direcciones inesperadas. Javier pateó el balón con fuerza hacia la portería, pero en el último segundo, este cambió de dirección bruscamente, casi golpeando a Alex en la cara.
“¡Eso fue raro!”, exclamó Alex, tratando de disimular su nerviosismo.
“Debe haber sido el viento”, dijo Joako, aunque en su voz también había un rastro de duda.
Siguieron jugando, pero el ambiente se volvía cada vez más tenso. Las sombras entre los árboles parecían moverse, y a veces, escuchaban ruidos que no podían identificar. Una rama quebrándose, un susurro en el viento, un crujido en la hierba. Joako, que estaba corriendo tras el balón, se detuvo en seco cuando vio una figura oscura al borde del campo. Era alta, delgada, y aunque no podía ver su rostro, sintió que lo estaba mirando directamente.
“Chicos, creo que deberíamos irnos”, dijo Joako con la voz temblorosa.
“¿Qué pasa? ¿Ahora sí tienes miedo?”, se burló Javier, pero cuando siguió la mirada de Joako, también vio la figura. Estaba inmóvil, pero parecía acercarse lentamente cada vez que parpadeaban.
Sin decir una palabra más, los tres amigos comenzaron a retroceder hacia la salida del campo. Pero cuando estaban a punto de irse, la figura habló con una voz baja y rasposa: “No se vayan… el juego apenas ha comenzado”.
El terror los paralizó por un momento, pero luego salieron corriendo tan rápido como sus piernas se lo permitieron. Pero no importaba cuánto corrieran, el campo parecía alargarse interminablemente. Las ramas de los árboles parecían estirarse hacia ellos, como queriendo atraparlos.
Finalmente, llegaron al borde del campo, donde habían dejado sus mochilas. Sin detenerse a recogerlas, siguieron corriendo hasta que llegaron a la carretera. Al mirar hacia atrás, el campo parecía tan oscuro y tranquilo como siempre, como si nada hubiera pasado. Las sombras ya no se movían, y no había rastro de la figura que los había perseguido.
Agitados y asustados, se detuvieron para recuperar el aliento. “¿Qué… qué fue eso?”, jadeó Alex, con los ojos bien abiertos.
“No lo sé, pero no quiero volver a averiguarlo”, respondió Javier, todavía con el corazón latiendo a mil por hora.
“Definitivamente, ese campo está embrujado”, dijo Joako, mirando de reojo hacia el lugar donde habían vivido aquella experiencia aterradora.
Decidieron que lo mejor era volver a casa y no hablar más del tema. Al día siguiente, partieron hacia Europa para cumplir su sueño de jugar en el torneo. Durante el viaje, trataron de olvidar lo que había sucedido en el campo abandonado, pero el recuerdo de aquella noche seguía acechándolos en sus sueños.
Una vez en Europa, los tres amigos se concentraron en el fútbol y lograron destacar en el torneo, llamando la atención de importantes entrenadores. A pesar de todo, seguían siendo los tres mosqueteros del balón, pero algo había cambiado en ellos. La experiencia en el campo abandonado les había enseñado que algunas leyendas pueden tener un trasfondo real, y que no siempre es prudente desafiar lo desconocido.
Con el tiempo, Javier, Joako y Alex siguieron adelante con sus vidas, jugando al fútbol en grandes estadios, pero nunca volvieron a hablar de aquella noche. Sin embargo, cada vez que veían un campo de fútbol viejo o abandonado, sentían un escalofrío recorrer sus espaldas, y recordaban la advertencia de la figura sombría: “El juego apenas ha comenzado”.
Y aunque intentaban olvidarlo, sabían que nunca lo harían por completo. Porque en lo más profundo de sus corazones, siempre llevarían consigo el misterio del campo abandonado y el miedo que los acompañó aquella noche.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.