Cuentos de Terror

La sombra del sótano y la luz de Tina

Lectura para 11 años

Tiempo de lectura: 5 minutos

Español

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La primera noche que Tina e Isaac durmieron en la casa azul de Maple Street, el viento parecía hablar. No era un murmullo cualquiera, sino uno que rozaba las tejas como si repasara una canción antigua que solo la madera recordaba. La casa era un poco más vieja que los árboles del vecindario, con una cerca blanca que había perdido su brillo y un jardín frontal poblado de margaritas pequeñas y valientes. A Tina le gustó enseguida el olor a polvo mezclado con vainilla; a Isaac, en cambio, le gustó que el porche crujiera, porque cada vez que pisaba sonaba como un tambor secreto. Venían de México y, aunque Estados Unidos quedaba lejos de sus costumbres, la familia había prometido que esa casa sería su lugar de nuevos comienzos.

Su mamá, Patricia—todos le decían Patri—, colgó en la entrada un retablo diminuto con una Virgen de color azul cobalto. Su papá, Harry, se sonrió de lado y dijo que la casa olería menos a viejo si abrían todas las ventanas. Tina notó cómo la luz de la tarde atravesaba el pasillo y se estiraba hasta la puerta del sótano, al fondo, donde un rectángulo oscuro cortaba el suelo como una boca. No estaba acostumbrada a las casas con sótano; en su vida anterior, las casas eran de una planta, con patios soleados. Isaac, curioso, quiso bajar de inmediato, pero Patri les pidió que esperaran: “Primero, a cenar. Luego, mañana con calma revisamos ese lugar. Los sótanos guardan secretos… y polvo, mucho polvo.”

Cenaron sopa de fideos y tortillas calentitas. Mientras masticaban, Harry contó con voz bromista que las casas antiguas hacen sonidos cuando se estiran, como gatos perezosos al amanecer. Isaac soltó una risita y practicó sus rugidos de gato. Tina, que siempre se fijaba en detalles pequeños, vio que su papá miraba de reojo la puerta del sótano como si allí hubiera dejado un pensamiento a medio terminar. Patri sirvió agua de jamaica y dijo: “En esta casa seremos equipo. Si algo asusta, se habla. ¿Trato?” Los dos niños gritaron “¡Trato!” y chocaron los vasos con los de sus papás, salpicando unas gotas rojas sobre el mantel nuevo.

La primera noche debía ser tranquila. Sin embargo, cuando el reloj del pasillo marcó las once, un golpecito tímido sonó desde el piso de abajo. Apenas un toc, toc, toc, como uñas que tantean una puerta. Tina se quedó inmóvil en su cama, con la linterna bajo la almohada (por si acaso; a ella le gustaba estar lista). Isaac, en la habitación contigua, dio vueltas entre las sábanas hasta quitarle el sueño. Los dos escuchaban, conteniendo la respiración. Toc, toc, toc. No era un ruido de miedo, en realidad, sino de insistencia. Como un “oye, estoy aquí”. El viento volvió a cantar en las tejas, y la casa, que parecía entender, respondió con un crujido largo que atravesó las paredes. Al final, el sueño los venció, porque los niños siempre encuentran una orilla blandita donde dormir incluso en mares de misterio.

A la mañana siguiente, Harry bajó la escalera del sótano con una lámpara portátil. Tina e Isaac esperaban en el borde, agarrados al pasamanos. Patri les había puesto cubrebocas por el polvo y guantes de tela. El aire abajo era más frío, pero no desagradable; tenía el aroma de los lugares que han guardado muchas risas y también muchos silencios. La luz de la lámpara dibujó estanterías con frascos vacíos, cajas etiquetadas con nombres que no conocían—“Henderson, 1975”—, un baúl con una cerradura oxidada y, en el rincón, una bicicleta con una rueda chueca que parecía un guiño. “Nada raro”, dijo Harry. Pero Tina notó algo en el suelo: una línea blanca, como de tiza, formando un círculo grande junto a la mesa de trabajo. Dentro del círculo había una pluma estilográfica roja y una llave diminuta. Isaac, con su curiosidad afilada, preguntó si podían tocar. “Primero se mira, luego se pregunta al lugar”, respondió Patri desde arriba, apoyada en el umbral, con una sonrisa que buscaba ser valiente.

Ese día, entre cajas y más cajas, encontraron un cuaderno viejo, de tapas gastadas y hojas amarillentas. En la primera página, a lápiz, una letra redondeada decía: “Para quien necesite recordar que no todo lo que asusta muerde.” Tina leyó en voz alta; Isaac se pegó a su hombro para no perderse ninguna palabra. El cuaderno contaba cosas de la casa: que la construyó un carpintero que hablaba con la madera como con personas; que en el sótano, la madera aprendió a guardar susurros; que a veces, cuando la gente discutía arriba, los susurros bajaban a dormir al círculo de tiza para que no lastimaran a nadie. “Qué raro,” murmuró Isaac, con los ojos muy abiertos. Harry se rascó la barba, pensando, y Patri dijo que quizá era una historia inventada por niños de antes. Tina guardó el cuaderno en su mochila. No sabía por qué, pero le gustó aquella frase del principio, como una linterna en forma de oración.

Las cosas siguieron normales por unas semanas. Tina e Isaac iban a su nueva escuela, aprendían inglés con acento de frontera, y descubrían que algunos compañeros sabían decir “hola” con una sonrisa verdadera. Patri empezó a trabajar en la panadería de la esquina, y de vez en cuando traía donas con canela que hacían que toda la casa oliera a domingo. Harry, con herramientas y paciencia, fue arreglando las cosas pequeñas: un enchufe Flojo, una ventana que lloraba cuando llovía. El sótano permanecía siendo un lugar de exploración lenta; cada sábado, bajaban un rato, movían una caja, encontraban un trocito de historia. Tina, con el cuaderno, fue dibujando un mapa del sótano, marcando con estrellas los rincones preferidos. Isaac añadió bichitos sonrientes a los márgenes. Todo era razonablemente feliz.

Hasta la noche en que la tormenta decidió quedarse a vivir sobre la ciudad. Nubes como montañas negras se apilaron en el cielo, y la lluvia, con dedos muy finos, golpeó las ventanas como si quisiera entrar. Patri estaba en turno nocturno en la panadería—cuando al otro día habría feriado, amasaban más—, y Harry tuvo que salir a ayudar a un vecino mayor cuyo garaje se había inundado. Prometió volver en una hora. Tina e Isaac cenaron quesadillas con frijoles y se pusieron a ver una película, pero a mitad, la luz titiló como si pestañeara, y luego se fue con un suspiro largo. Tina encendió su linterna; a Isaac le dio risa verse con sombra debajo de la nariz. “No pasa nada,” dijo Tina, intentando que su voz sonara como la de Patri cuando leyó la frase de la linterna-oración. “Somos equipo.”

El toc, toc, toc regresó, más claro, más cerca. Esta vez no venía del piso de abajo. Parecía que golpeaba en su nombre. Toc para Tina, toc para Isaac, toc para la casa que escuchaba. Luego, un arrastre suave, como de tela rozando madera. La linterna de Tina dibujó un camino de polvo que no estaba ahí antes: una línea tenue que iba desde el pasillo hasta la puerta del sótano. Isaac tragó saliva. “¿Y si…?” Tina lo detuvo con una mirada de hermana mayor. “Si es miedo, lo vemos de frente. Si es peligro, nos vamos por la puerta y vamos a la casa de la señora Wilkins. ¿Listo?” Isaac asintió, y su gesto fue tan serio que Tina sintió un orgullo cálido en el pecho.

Se acercaron a la puerta. El picaporte estaba frío. Al tocarlo, la madera vibró como un gato cuando ronronea. Tina respiró hondo, bajó el seguro y empujó. La escalera se abrió como un pozo de sombra, pero no era una oscuridad hostil; era una oscuridad que pedía ser aprendida. La línea de polvo bajaba peldaño a peldaño, cuidadosa, hasta el círculo de tiza. Allí, la pluma roja y la llave esperaban como si llevaran años en una siesta. Tina bajó primero, con la linterna levantada; Isaac, detrás, con la mano en la mochila, por si debía sacar el cuaderno de las historias o su silbato de emergencia. El aire estaba más frío que de costumbre, y en un rincón algo tintineó, como campanitas muy lejos.

“Buenas noches,” dijo Tina, porque le parecía correcto saludar a los lugares. “No venimos a molestar.” Isaac añadió, en voz bajita: “Solo seguimos la línea.” La lámpara de cuerda del techo, vieja y todo, se balanceó apenas, como diciendo “ok”. Fue entonces cuando escucharon el primer susurro. Muy bajito, como si alguien, desde dentro de la madera, se atreviera por fin a hablar: “No dejen que crezca.” Tina giró, buscando quién había hablado, pero no vio a nadie. Isaac se mordió el labio. “¿Que no crezca qué?” preguntó. El susurro, con paciencia de lluvia, respondió: “La grieta.”

En el muro, junto a la mesa de trabajo, había una fisura delgada, recién nacida, que antes no estaba. No era grande, pero parecía un gesto triste en una cara. Tina alumbró más de cerca. El aire que salía por la grieta estaba helado, y traía un olor a algo mojado, lleno de años. Isaac le pasó la linterna a su hermana y puso la mano cerca sin tocar. “¿Qué hacemos?” Tina miró su mochila. Recordó el cuaderno. Recordó la frase del comienzo: “Para quien necesite recordar que no todo lo que asusta muerde.” Abrió en una página que había marcado con una estrella y leyó: “Si los susurros saltan a las paredes, no discutas con ellos. Dales casa en un círculo de tiza, ofréceles una pregunta, y escucha sin miedo.” Tina exhaló. Esa casa de historias antigua no era solo un cuento; quizá era un manual de afecto para paredes.

Con cuidado, los hermanos limpiaron el círculo, pasaron un trapo por el borde, y pusieron en el centro la pluma roja y la llave diminuta. “Pregunta,” dijo el susurro, esta vez un poco más nítido, como si al pronunciar la palabra se hubiera recordado a sí mismo. Tina tragó saliva. Mucha gente, pensó, hace preguntas para acusar. Ella quería preguntar para entender. “¿De quién es la grieta?” La sombra del sótano hizo un sonido de barca que roza un muelle. “De los silencios,” respondió. “¿Qué silencios?” preguntó Isaac, atreviéndose. “Los que crecen cuando las personas creen que el otro es su enemigo.” Tina sintió un pinchazo en el corazón. Esa tarde, Patri y Harry habían discutido en voz baja: no era una pelea grande, apenas un hilo de enojo por la hora, por el cansancio, por la lluvia, por todo lo que se acumula al cambiar de país. Tal vez la casa lo había escuchado y, como estaba entrenada para guardar susurros, había recogido esas palabras para dormirlas… pero se le habían escapado por una grieta nueva.

“Podemos cantarle,” dijo Isaac, con una ocurrencia brillante. “A mí, cuando me enojo, Patri me canta y la panza se me suelta.” Tina asintió y escogió la canción más simple que les unía: una que Patri les tarareaba de bebés, con ritmo de hamaca y sabor a tarde. Se sentaron junto al círculo, y las voces subieron, primero tímidas, luego más enteras. La casa pareció acomodarse. La lámpara dejó de moverse. La grieta, sin cerrarse, se quedó quieta, como si escuchara. En ese momento, el viento afuera cambió de dirección, y una corriente de aire tibio bajó por la escalera, trayendo un olor a pan reciente. Tina imaginó a Patri en la panadería, moldeando con manos de nube una trenza de azúcar, pensando en ellos. Se le mojaron los ojos, pero no de miedo.

Cantaron un rato. Cuando terminaron, el susurro dijo: “Gracias.” Isaac, con solemnidad, colocó la pluma en el borde del círculo, cerca de la llave. “¿Para qué sirve la llave?” “Para abrir lo que cerró el miedo,” contestó la sombra, y Tina comprendió que no era una sombra mala: era la memoria de la casa, una especie de guardiana que no quería que los secretos se volvieran monstruos. La llave brilló un instante, apenas perceptible. Entonces la puerta del sótano se cerró sola, sin golpe, apenas un beso de madera. Los niños se pusieron de pie al mismo tiempo. A veces, incluso cuando no hay peligro, el cuerpo te dice que es hora de moverte.

Subieron despacio. En el pasillo, la oscuridad era tanto como antes, pero ya no mordía los bordes de sus pasos. Tina fue a la ventana y miró la calle. La lluvia seguía, aunque más fina. A lo lejos, en la esquina, vio destellos azules. “¿Policía?” murmuró. Isaac se pegó al vidrio. Eran las luces del coche del oficial que a veces pasaba a revisar que el vecindario estuviera tranquilo. Tina sintió un tirón en el estómago. Pensó en su papá, ayudando al vecino; en su mamá, amasando con paciencia; en ellos dos, que habían cantado a una grieta. Sintió también el deseo de hablar con un adulto, de contar que algo raro sucedía abajo, no para asustar a nadie, sino para compartir el peso de un secreto. “Vamos a la esquina,” dijo, “por si papá tarda. Le contamos al oficial que la puerta del sótano hace cosas. Nada de vergüenzas.”

Se pusieron sus impermeables—los nuevos, amarillos como patitos—y salieron. La lluvia los recibió con dedos de piano. Las luces azules del coche dibujaban rayas en el asfalto mojado. El oficial, un hombre de mediana edad con bigote amable, bajó la ventana. “¿Todo bien?” Tina explicó, con calma, que vivían en la casa azul, que había una grieta en el sótano que parecía respirar, que tal vez era una tontería pero que preferían preguntar. No dijo “tenemos miedo” porque en su lengua, esa noche, el miedo tenía otros nombres: curiosidad con cuidadito, respeto por lo raro, amor por la gente con la que respiras. El oficial escuchó sin interrumpir. Al final, sonrió. “Las casas viejas hablan. Si quieren, doy una vuelta con ustedes hasta que vuelva su papá.”

Regresaron los tres. Al llegar, la puerta se abrió y Harry apareció con el cabello mojado y la camisa pegada a la piel. Al verlos, se le aflojó el gesto de preocupación que tenía el entrecejo. “¡Ahí están!” Los abrazó, y el abrazo tenía esa fuerza exacta que dice “no pasa nada malo si estamos juntos”. Tina habló primero, sin dramatizar: “Bajamos al sótano, cantamos a una grieta.” Harry la miró con una mezcla de sorpresa y ternura. El oficial pidió permiso para echar un vistazo, no de policía, sino de vecino que ha visto muchas cosas y sabe que hay misterios que se arreglan con ojos atentos. Bajaron todos. Harry sujetó la lámpara portátil. Patri no tardaría, pero por ahora eran ellos cuatro y la casa.

La grieta seguía allí, fina como un hilo. El círculo de tiza estaba limpio; la pluma y la llave, en su sitio. El oficial se agachó, palpó alrededor con delicadeza. “No parece estructural,” murmuró, “pero conviene que un contratista revise.” Tina esperaba que el susurro hablara para saludar, pero la casa parecía estar durmiendo la siesta después de tanta canción. Harry pasó el dedo por la línea de polvo que habían seguido y dijo, en voz baja: “Esta casa no nos quiere asustar. Más bien nos está enseñando a hablar de lo que pesa.” Isaac, con la fe de los nueve años, tocó su mano y asintió. “Le cantamos, pa. Funcionó.”

Esa noche terminaron en el sofá, con chocolate caliente y cobijas. Patri llegó con una bolsa de donas y el cabello perfumado a azúcar. Cuando le contaron lo ocurrido, los abrazó de nuevo, como cuando el miedo trae recuerdos que no son de monstruos sino de cambios. “Hoy aprendimos a escuchar,” dijo Tina. Patri sonrió. “Escuchar es una linterna que no se apaga.”

Los días siguientes fueron un ejercicio de paciencia y cariño. Llamaron a un contratista que revisó la grieta y dijo que la humedad y el tiempo hacen travesuras, pero nada grave. Harry, meticuloso, selló el borde con una pasta especial y, siguiendo una idea de Tina, nunca volvió a discutir con Patri junto a la escalera. Si tenían que hablar alto, lo hacían en la cocina, con la ventana abierta: dejar que el viento se llevara lo áspero y que el olor a pan lo llenara de miga dulce. Isaac dibujó un letrero con marcador: “Zona de susurros felices”, y lo pegó en la puerta del sótano. Cada tarde, bajaban unos minutos, no para retar a la sombra, sino para saludarla. A veces, dejaban una pregunta en un papel dentro del círculo: “¿Qué te hace cosquillas?” “¿Cuál es tu estación favorita?” “¿Tienes memoria de risa?” La casa respondía cuando quería: un tintineo, un crujido melodioso, un rocío de polvo bailando en el haz de la linterna. No eran respuestas con palabras, pero los niños aprendieron a leerlas como quien entiende el gesto de un viejo amigo.

Una tarde de sábado, el oficial del bigote amable pasó con su hija, que tenía la misma edad que Tina. Traían galletas. En el porche, entre mordisco y mordisco, hablaron de las casas y de cómo algunas aprenden nuestros nombres si las tratamos con respeto. La hija del oficial contó que su abuela había puesto un pequeño altar de cempasúchil en un rincón para honrar a las memorias buenas, y que la casa, desde entonces, olía a jardín nuevo. Tina y Patri intercambiaron una mirada que se parecía a un plan. A la mañana siguiente, compraron flores de cempasúchil en la tienda latina, pusieron un mantelito naranja en el sótano, junto al círculo, y colocaron una vela de vidrio. No era un ritual de película, con palabras mágicas; era un gesto de cariño. Harry, que respetaba esas cosas aunque no las entendiera del todo, bajó con una guitarra y, con dedos torpes, acompañó una canción que Patri se sabía de memoria. La casa, agradecida, respondió con un crujido que sonó a aplauso.

Así, poco a poco, la sombra del sótano dejó de ser un personaje de miedo para convertirse en una presencia discreta, como un gato que te mira desde la escalera. Si un día alguien llegaba triste, el aire abajo se volvía más tibio, como un abrazo. Si Isaac traía noticias de un examen con muchos aciertos, la lámpara de cuerda se balanceaba un poquito, solo para festejar. Y si alguna vez las palabras fuertes amenazaban con crecer, Tina hacía una señal con la mano, como árbitra de paz, y proponía: “¿Bajamos a preguntarle a la casa cómo está?” No era que el sótano tuviera respuestas a todo. Pero escuchar, y darse tiempo, y recordar que los susurros piden cama para no volverse tormenta, funcionaba como un botón secreto que detiene la máquina de los miedos.

Un invierno, cuando las luces de Navidad empezaron a aparecer en las ventanas, la casa se cubrió de una calma espesa, de esas que huelen a manta nueva. Patri colocó un nacimiento pequeño en la sala; Harry colgó guirnaldas que tintineaban con cada paso. La noche más fría, el viento volvió a cantar en las tejas, y la casa, vieja cantante, entonó a su modo. Tina y Isaac, ya expertos en su idioma, bajaron un momento al sótano con dos tazas de chocolate. Se sentaron junto al círculo. “Gracias,” dijo Tina al aire. “Por enseñarnos a decir las cosas.” Isaac, con la nariz roja del frío, añadió: “Y por no morder.” La sombra del sótano respondió con un susurro que parecía sonrisa: “Ustedes trajeron la luz.”

La vida siguió. Hubo deberes, partidos en el patio, llamadas a los abuelos en México, nuevos amigos, bromas que hicieron del inglés una lengua traviesa y del español una casa grande. Tina creció en altura y serenidad; Isaac, en ocurrencias y valentía. Y la casa, esa que al principio parecía un monstruo dormido, fue aprendiendo los nombres de todos y sus ritmos: el compás del sueño de Patri, el toser suave de Harry cuando se reía a carcajadas, el correr de Isaac cuando descubría una idea, el paso de Tina cuando decidía que ese día iba a tener una buena historia. Hubo noches de lluvia en que el toc, toc, toc volvió, no como llamado de alarma, sino como knock-knock chistoso de chiste que empieza. Isaac inventó cien finales para el mismo chiste; la casa se los aguantó todos.

Un día, la familia decidió convertir el sótano en un cuarto de juegos y estudio. Pintaron las paredes de un tono cálido, colgaron un mapa del mundo con chinchetas de colores, acomodaron una mesa con pinceles, lápices y papeles, y dejaron libre el círculo de tiza, como un corazón de la habitación. La grieta, sellada y pintada, quedó invisible; pero ellos sabían dónde había estado. Cada cierta luna, renovaban las flores, cambiaban la vela, y cantaban un pedacito de la canción de hamaca, sin necesidad de que nada estuviera mal. Era su manera de decir: “Seguimos aquí. Seguimos escuchando.”

La casa aprendió a guardar, sin grietas, los silencios que no hacen daño—los silencios de leer juntos, de mirar llover, de pensar en los abuelos—, y a soltar los otros, los que tallan, para que se vuelvan pequeñas plumas que no hieren. Cuando llegaban visitas, Tina contaba la historia, no como un cuento de terror con gritos, sino como una aventura donde los monstruos se desinflan si les das cama y una buena pregunta. Los adultos sonreían, incrédulos, y los niños pedían bajar a ver el famoso círculo de tiza. Algunos juraban escuchar los tintineos; otros solo veían polvo bailar. Pero todos, antes de subir, dejaban una palabra bonita en el centro: “gracias”, “paz”, “familia”, “pan”.

Con el tiempo, Tina descubrió que le gustaba escribir. Tal vez fue el cuaderno, tal vez la casa, tal vez el modo en que Patri amasaba historias mientras hacía pan. Empezó a llenar libretas con sus voces: la de la madera que cruje, la del viento que canta, la de su hermano haciendo preguntas en espiral. Isaac, por su parte, se volvió un experto en construir linternas caseras con botellas y papel aluminio, porque le encantaba la idea de llevar luz en el bolsillo. A veces, en los recreos, otros niños contaban miedos—al examen, a una mudanza, a una pelea en casa—, y Tina decía: “Vamos a ponerles tiza alrededor, para que no crezcan.” No era un ritual literal; era una forma de imaginar que los miedos, cuando se nombran y se escuchan sin prisa, se sientan en un círculo a descansar.

Una tarde de primavera, cuando el barrio oía el zumbido de las cortadoras de césped y el cielo parecía una sábana sacada al sol, apareció en el buzón un sobre sin remitente. Dentro había una nota hecha con recortes de periódico que, en cualquier otra historia, habría querido asustar. Pero esta no era cualquier historia. La nota decía: “LAS CASAS CON GUARDIANES NO SE CAEN.” Al reverso, con bolígrafo azul, alguien había escrito: “Gracias por cantarle a los susurros.” Harry levantó las cejas; Patri rió por lo bajo. Tina y Isaac se miraron con esa complicidad que solo dan las aventuras. Tal vez algún vecino oyó el rumor de una familia que habla con su sótano y quiso participar del juego. Tal vez la casa, traviesa, aprendió a escribir y pidió ayuda a una mano amiga. Nunca lo supieron. No hizo falta.

Aquella noche, abrieron todas las ventanas. El viento tomó la sala y la llenó de olor a hierba. La casa respiró profundo, como un gato que duerme satisfecho. Tina guardó la nota en el cuaderno de tapas viejas. Isaac dibujó, en la última página, un círculo perfecto con una llave diminuta en el centro. Encima escribió: “Manual para escuchar paredes y otras personas.” Patri sirvió pan tibio; Harry afinó la guitarra. Cantaron bajito, no para espantar nada, sino por el gusto de que las voces hicieran puente.

Y, por si te lo preguntas, sí: de vez en cuando la casa todavía cruje cuando se estira. Pero nadie se asusta. Ya no. Si suena un toc, toc, toc, los hermanos responden: “¡Pase, miedo convertido en cuento!” Y el miedo, halagado, se sienta a escucharlos a ellos.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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