María y Juan eran dos hermanos inseparables. Vivían en un pequeño pueblo rodeado de montañas y bosques, donde las historias de fantasmas y misterios eran parte de la vida cotidiana. A pesar de sus diferentes personalidades, María, valiente y curiosa, y Juan, precavido y analítico, siempre se apoyaban el uno al otro en todas sus aventuras.
Un día, mientras exploraban el bosque cercano a su casa, encontraron un mapa antiguo escondido en una botella de vidrio enterrada bajo un árbol. El mapa parecía señalar la ubicación de una casa abandonada en el corazón del bosque. Los rumores sobre esa casa eran abundantes; se decía que estaba embrujada y que nadie que entraba en ella salía sin haber vivido una experiencia aterradora.
María, con su espíritu aventurero, no pudo resistirse a la idea de investigar la casa. Juan, aunque dudoso y un poco asustado, decidió acompañarla para asegurarse de que estuviera a salvo. Armados con una linterna y el mapa, los dos hermanos se adentraron en el bosque al atardecer, cuando las sombras comenzaban a alargarse y el aire se volvía más frío.
Después de caminar durante una hora, llegaron a un claro donde se erguía la casa abandonada. Era una estructura vieja y deteriorada, con ventanas rotas y puertas colgando de sus bisagras. El lugar emanaba una sensación de abandono y desolación, amplificada por el ulular del viento que soplaba a través de las rendijas de las paredes.
«¿Estás segura de que quieres entrar?» preguntó Juan, sujetando el mapa con fuerza.
«Por supuesto, Juan. Piensa en las historias que podremos contar después,» respondió María con una sonrisa valiente, encendiendo la linterna.
Con cautela, empujaron la puerta principal, que se abrió con un chirrido espeluznante. El interior de la casa estaba cubierto de polvo y telarañas. Cada paso que daban hacía crujir el suelo de madera bajo sus pies. La luz de la linterna proyectaba sombras inquietantes en las paredes, creando la ilusión de que algo se movía en los rincones oscuros.
Avanzaron por un largo pasillo hasta llegar a una sala amplia, donde un viejo candelabro colgaba del techo, balanceándose ligeramente. De repente, escucharon un susurro casi imperceptible que parecía venir de todas direcciones. Juan tragó saliva, su miedo evidente, pero María mantuvo la calma.
«Debe ser el viento,» dijo ella, aunque una parte de ella no estaba tan segura.
Decidieron explorar la planta baja antes de subir las escaleras. Cada habitación que investigaban parecía más inquietante que la anterior. Encontraron una cocina con utensilios oxidados, una sala de estar con muebles cubiertos por sábanas blancas, y un comedor con una mesa puesta, como si alguien hubiera planeado cenar allí hacía mucho tiempo.
Al llegar al pie de las escaleras, escucharon un golpe fuerte proveniente del piso superior. Juan dio un paso atrás, pero María lo animó a seguir adelante. Con cada peldaño que subían, el aire se volvía más pesado y una sensación de opresión llenaba el ambiente.
Llegaron a un pasillo oscuro, iluminado solo por la linterna de María. Abrieron la primera puerta que encontraron y entraron en una habitación que parecía ser una biblioteca. Los estantes estaban llenos de libros antiguos, algunos tan deteriorados que apenas se sostenían en pie.
De repente, la linterna parpadeó y se apagó. Juan intentó encenderla de nuevo, pero parecía que las pilas se habían agotado. Estaban sumidos en la oscuridad total, solo iluminados por la luz de la luna que se filtraba débilmente a través de las ventanas rotas.
«María, ¿qué hacemos ahora?» susurró Juan, tratando de mantener la calma.
«No te preocupes, usaremos la luz del móvil,» respondió ella, sacando su teléfono y encendiendo la linterna.
La luz del móvil reveló algo que no habían visto antes: en una de las paredes de la biblioteca, había un cuadro grande cubierto por una tela negra. María, impulsada por la curiosidad, se acercó y retiró la tela, revelando un retrato antiguo de una familia. Los ojos de las personas en el cuadro parecían seguirlos, y una sensación de incomodidad llenó la habitación.
De repente, escucharon un ruido detrás de ellos. Se giraron rápidamente y vieron una sombra moverse en el pasillo. Sin pensarlo dos veces, María y Juan salieron corriendo de la biblioteca, bajando las escaleras a toda velocidad. El sonido de sus pasos resonaba por toda la casa, como si alguien o algo los estuviera persiguiendo.
Llegaron a la sala principal y, justo cuando estaban a punto de salir, la puerta se cerró de golpe frente a ellos. Intentaron abrirla, pero parecía estar atascada. Los susurros se hicieron más fuertes, rodeándolos y llenando el aire con una sensación de pánico.
María recordó que había una ventana rota en la cocina que habían pasado antes. «¡Por aquí!» gritó, tirando de la mano de Juan y corriendo hacia la cocina.
Con esfuerzo, lograron salir por la ventana y, una vez afuera, se dieron cuenta de que el aire era más liviano y la sensación de opresión había desaparecido. Corrieron a través del claro y se adentraron en el bosque, sin mirar atrás hasta que estuvieron seguros de que estaban a salvo.
Cuando finalmente se detuvieron para recuperar el aliento, Juan miró a María con una mezcla de alivio y admiración. «Nunca más me meteré en una casa abandonada,» dijo, tratando de reírse a pesar de su miedo.
María sonrió y asintió. «Quizás fue una locura, pero nunca olvidaremos esta noche.»
Regresaron a su hogar, donde los esperaba su preocupada madre. Les contaron la aventura, omitiendo algunos de los detalles más terroríficos para no preocuparla más de lo necesario. A partir de ese día, cada vez que escuchaban una historia de fantasmas, se miraban y sonreían, sabiendo que habían vivido su propia historia de terror en la casa abandonada.
La experiencia los unió aún más y, aunque seguían explorando juntos, decidieron evitar lugares que emanaran un aire tan siniestro. La casa abandonada se convirtió en una leyenda entre los niños del pueblo, pero nadie se atrevió a volver a acercarse a ella. Y así, María y Juan siguieron viviendo sus aventuras, siempre recordando la noche en que enfrentaron sus miedos y salieron victoriosos.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.