A Pablo le encantaba el verano. Desde que terminaba el curso escolar, contaba los días para poder ir al lugar donde su familia pasaba las vacaciones. Cada año era lo mismo, pero a Pablo nunca le aburría. Disfrutaba levantándose sin prisa, poniéndose su camiseta de manga corta favorita, y corriendo hacia la cocina para pedir un helado de desayuno. Su mamá siempre reía y le decía que esperara hasta la tarde, pero a él no le importaba, porque sabía que más tarde vendrían más cosas emocionantes.
Una de sus actividades preferidas era montar en bicicleta por el paseo marítimo. Sus amigos Nicolás y Julia también iban de vacaciones al mismo sitio, y juntos formaban una pandilla inseparable. Pasaban horas recorriendo el paseo, sintiendo el viento en la cara y riéndose a carcajadas.
—¡A que no me alcanzas! —gritaba Pablo, pedaleando más rápido cuando Nicolás intentaba superarlo.
Por las tardes, cuando el sol comenzaba a bajar, la pandilla tenía dos rituales: tirar globos de agua y pescar en las rocas. Para Pablo, no había nada más emocionante que lanzar un globo y ver cómo explotaba en el aire, mojando a todos a su alrededor.
—¡Te he dado! —decía entre risas cada vez que su globo impactaba en Julia o en Nicolás.
Y luego, cuando ya estaban agotados de tanto correr y saltar, se dirigían a las rocas, donde Pablo y Julia se sentaban a pescar mientras Nicolás les contaba historias de piratas. Aunque no siempre lograban pescar algo, la emoción de esperar pacientemente hacía que el momento fuera especial.
Sin embargo, cada verano tenía un final. Y ese final siempre traía consigo una sensación de tristeza para Pablo. El último día de vacaciones, mientras ayudaba a su mamá a hacer las maletas, no pudo evitar sentir un nudo en la garganta.
—¿Qué te pasa, Pablo? —le preguntó su madre al verlo sentado en el suelo, mirando el vacío.
—Es que… hasta el año que viene no volveré a tirar globos de agua con Nicolás, ni iré a las rocas a pescar con Julia. Todo eso se queda aquí hasta el próximo verano, y eso me pone triste —respondió, bajando la mirada.
Su mamá, que siempre encontraba la manera de animarlo, sonrió y se acercó a él.
—Tengo una idea que creo que te gustará —dijo mientras sacaba una pequeña caja azul del armario—. Esta es tu «Caja de recuerdos». Cada vez que te sientas triste porque el verano ha terminado, puedes abrirla y recordar los momentos felices que has vivido aquí. ¿Qué te parece?
Pablo miró la caja con curiosidad. Era una caja simple, pero la idea de llenarla con recuerdos le pareció brillante. De inmediato, su tristeza comenzó a desvanecerse.
—¿Y qué puedo meter en la caja? —preguntó, entusiasmado.
—Lo que tú quieras, cosas que te hagan recordar este verano —respondió su mamá.
Pablo se levantó de un salto y corrió hacia sus cosas. Primero, encontró una caracola que había recogido el primer día en la playa. La metió en la caja y recordó cómo había pasado la tarde escuchando el sonido del mar en su interior. Luego, encontró el cromo que le había ganado a Marcos en una intensa partida de cartas. También añadió la entrada del cine de verano, donde había visto su película favorita bajo las estrellas, y el palo del polo de fresa que sólo vendían en aquel pequeño kiosco junto al mar.
—¡Mira, mamá! ¡Tengo un montón de cosas! —exclamó emocionado mientras seguía metiendo más recuerdos en la caja—. También puedo meter la canica que encontré en la arena. ¡Es mi tesoro!
Cada objeto que guardaba en la caja hacía que su tristeza desapareciera un poco más. Al final, cuando cerró la tapa, se sintió mucho más feliz.
—Ya no me voy solo. Ahora me llevo conmigo todos estos recuerdos —dijo, sonriendo de oreja a oreja.
Su mamá lo abrazó y le dio un beso en la frente.
—Y siempre que abras esa caja, será como si volvieras un poquito al verano —le dijo suavemente.
Durante el viaje de vuelta a casa, Pablo mantuvo la caja azul en sus manos, asegurándose de que no se separara de él ni un segundo. Sabía que cuando llegara el invierno, o cuando tuviera un mal día en la escuela, podría abrirla y recordar lo bien que lo había pasado en el verano.
Los días siguientes, cuando ya estaba de vuelta en su rutina, no pudo evitar pensar en los momentos divertidos con sus amigos. Pero en lugar de ponerse triste, abría su caja, sacaba algún objeto y se permitía revivir esos instantes felices.
Y así, poco a poco, Pablo aprendió que no importa cuánto tiempo pase, los buenos recuerdos siempre se pueden guardar y revivir. Aunque el verano terminara, siempre tendría su caja azul llena de aventuras, risas y momentos especiales. Y eso le hacía sentir que, de alguna manera, el verano nunca se iba del todo.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.