Había una vez un niño llamado Romeo que vivía en un pequeño pueblo lleno de árboles verdes y flores de todos los colores. Romeo tenía cinco años y era un niño muy especial. Tenía el cabello castaño que brillaba bajo el sol, piel blanca como la leche, y unos ojos grandes y marrones oscuros que siempre parecían estar llenos de curiosidad por el mundo que lo rodeaba.
A Romeo le encantaban los dinosaurios. Tenía una gran colección de figuras de dinosaurios que cuidaba con mucho amor. Sabía los nombres de casi todos, desde el temible Tiranosaurio Rex hasta el gigantesco Brachiosaurio. También le fascinaban las películas de animales. Podía pasarse horas viendo historias sobre leones, jirafas, osos, y todos los demás animales que tanto le gustaban.
Romeo iba al jardín de infantes todos los días. Le gustaba mucho ir porque allí podía jugar con sus compañeritos, aprender cosas nuevas y hacer manualidades con papeles de colores y pegamento. Su maestra, la señorita Ana, era muy cariñosa con él y con todos los niños de la clase. Siempre les sonreía y les enseñaba con mucha paciencia.
A Romeo le gustaba mucho jugar a la pelota. En el jardín, durante el recreo, siempre organizaba juegos de pelota con sus amigos. Corrían de un lado al otro, riendo y divirtiéndose mientras trataban de meter goles en una pequeña portería que habían improvisado con dos mochilas.
Aunque Romeo era un niño muy amable y cariñoso, a veces se enojaba cuando las cosas no salían como él quería. Si alguien tomaba uno de sus dinosaurios sin pedirle permiso, o si no podía ganar en un juego, Romeo se sentía frustrado y comenzaba a gritar. Algunas veces incluso empujaba o golpeaba a sus amigos cuando estaba muy enojado. Pero lo que más le molestaba era cuando la señorita Ana le pedía que dejara de hacer algo que a él le gustaba. No entendía por qué no podía hacer todo lo que quería, y eso lo hacía sentir muy molesto.
Un día, durante el recreo, Romeo estaba jugando con su pelota favorita. Estaba tan concentrado en su juego que no se dio cuenta de que la pelota rodó lejos y fue a parar cerca de donde jugaban otros niños. Uno de ellos, un niño llamado Tomás, tomó la pelota para jugar con ella. Romeo, al ver esto, se sintió muy enojado. «¡Esa es mi pelota!», gritó mientras corría hacia Tomás.
Tomás, que solo quería jugar, no entendió por qué Romeo estaba tan molesto y no le devolvió la pelota de inmediato. Romeo, sin pensar, empujó a Tomás para recuperar su pelota. Tomás cayó al suelo y comenzó a llorar. La señorita Ana, que había visto todo desde la distancia, se acercó rápidamente.
«Romeo, no está bien empujar a tus amigos», dijo la señorita Ana con voz suave pero firme. «Si te enojas, puedes decir cómo te sientes con palabras, pero nunca debes empujar o golpear. Eso no es bonito, y lastima a los demás.»
Romeo, que estaba muy enojado y un poco avergonzado, bajó la cabeza. Sabía que la señorita Ana tenía razón, pero en ese momento no sabía cómo manejar su enojo de otra manera. La señorita Ana ayudó a Tomás a levantarse y le pidió a Romeo que se disculpara.
«Lo siento, Tomás», dijo Romeo, aún con los ojos llenos de lágrimas. Tomás, que era un niño muy comprensivo, aceptó las disculpas y los dos volvieron a jugar juntos, aunque Romeo no pudo dejar de pensar en lo que había hecho.
Esa tarde, cuando Romeo volvió a casa, su mamá lo notó un poco triste. «¿Qué te pasa, mi amor?», le preguntó mientras le daba un abrazo.
Romeo le contó a su mamá lo que había sucedido en el jardín. Le explicó cómo se había enojado y cómo había empujado a Tomás. La mamá de Romeo lo escuchó con atención y luego le dijo: «Entiendo que a veces te sientas enojado, Romeo. Todos nos enojamos de vez en cuando, pero es importante que aprendas a expresar tu enojo de una manera que no lastime a los demás. Puedes hablar con palabras, respirar profundamente o pedir ayuda si sientes que no puedes manejarlo solo.»
Romeo asintió con la cabeza, aunque aún se sentía un poco confundido. Su mamá le sonrió y le dijo: «Vamos a practicar juntos, ¿te parece? La próxima vez que te sientas enojado, puedes venir a hablar conmigo o con la señorita Ana. Estamos aquí para ayudarte.»
Los días pasaron, y Romeo comenzó a practicar lo que su mamá le había enseñado. Cuando algo no le gustaba, en lugar de gritar o empujar, trataba de explicar cómo se sentía. No siempre era fácil, pero cada vez que lograba controlar su enojo, se sentía un poquito más orgulloso de sí mismo.
Un día, mientras jugaba a la pelota en el jardín, otro niño, Pedro, quiso jugar con la pelota también. Romeo, que estaba a punto de decirle que no, recordó lo que su mamá y la señorita Ana le habían dicho. Respiró profundo y dijo: «Está bien, Pedro, podemos jugar juntos.»
Pedro sonrió, y los dos comenzaron a pasar la pelota de un lado al otro. Fue un juego muy divertido, y Romeo se dio cuenta de que compartir sus juguetes también podía hacer que el juego fuera más entretenido.
Con el tiempo, Romeo se hizo muy bueno en expresar sus sentimientos sin lastimar a los demás. Aprendió que cuando algo no salía como él quería, podía hablarlo o pedir ayuda. También entendió que, aunque a veces se enojaba, eso no significaba que debía gritar, empujar o golpear. Había otras formas de resolver las cosas, formas que hacían que él y sus amigos se sintieran mejor.
Romeo también comenzó a respetar más a los adultos, especialmente a la señorita Ana. Se dio cuenta de que las reglas que ella ponía no eran para molestarle, sino para que todos en el jardín pudieran estar seguros y felices. Comprendió que los límites no eran algo malo, sino algo que lo ayudaba a aprender y crecer.
Un día, la señorita Ana organizó una actividad especial en el jardín. Todos los niños se sentaron en círculo, y ella les pidió que compartieran algo bueno que habían aprendido en el jardín ese año. Cuando llegó el turno de Romeo, él se levantó y dijo con una gran sonrisa: «He aprendido que cuando me enojo, puedo hablar en lugar de empujar. Y también he aprendido que compartir es más divertido.»
La señorita Ana sonrió y le dio un gran abrazo. «Estoy muy orgullosa de ti, Romeo», dijo. «Has aprendido mucho, y eso es lo más importante.»
Esa tarde, Romeo volvió a casa con una gran sonrisa en su rostro. Su mamá lo recibió con un abrazo y le preguntó cómo había sido su día. Romeo le contó sobre la actividad y lo que había dicho. Su mamá, llena de orgullo, lo abrazó fuerte y le dijo: «Estoy tan orgullosa de ti, Romeo. Has crecido mucho, y estoy segura de que seguirás aprendiendo y siendo un niño maravilloso.»
Desde ese día, Romeo continuó practicando lo que había aprendido. A veces aún se enojaba, porque todos nos enojamos de vez en cuando, pero ahora sabía cómo manejar esos sentimientos de una manera que no lastimara a los demás. También siguió compartiendo sus juguetes y respetando a sus compañeros y a los adultos, haciendo que cada día en el jardín fuera una nueva oportunidad para aprender y crecer.
Y así, Romeo se convirtió en un niño que no solo amaba los dinosaurios y las películas de animales, sino también en un niño que sabía cómo ser amable, respetuoso y cariñoso con los demás. Porque al final, Romeo descubrió que el verdadero valor de un gran corazón no estaba solo en sus juegos o en sus juguetes, sino en cómo trataba a los demás con amor y respeto.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.