Cada tarde, después de la escuela, Luna, Maya y Leo corrían juntos al parque que estaba justo al lado de su colegio. Era su lugar favorito, con un árbol gigante en el que les encantaba trepar y desde donde podían ver todo el parque. Luna, la más pequeña del grupo, tenía el rostro lleno de pecas y una sonrisa que siempre la acompañaba. A pesar de su tamaño, era la más curiosa y siempre encontraba algo interesante entre las hojas del árbol o el suelo del parque. Maya, en cambio, era alta y decidida. Tenía una personalidad imperativa, y le gustaba liderar las aventuras del grupo. Leo, moreno y el más travieso de todos, siempre encontraba la manera de hacer alguna travesura, pero también tenía un corazón enorme y siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás.
Un día, después de las clases, como siempre, corrieron al parque. Subieron rápidamente al árbol, compitiendo para ver quién llegaba primero. Maya, por supuesto, fue la primera en llegar a la rama más alta. Desde allí, podían ver a todos los niños que jugaban en el parque, algunos corriendo tras una pelota y otros sentados en los columpios. Todo parecía normal, pero de repente, Leo señaló algo con el dedo.
—¡Miren allá! —dijo con preocupación.
Debajo de un árbol más pequeño, un niño estaba siendo empujado por otro compañero. Parecía que se estaban peleando. Luna, siempre atenta, frunció el ceño al ver la escena. No le gustaba lo que estaba pasando.
—Eso no está bien —dijo Luna, con su voz suave pero firme.
Maya, que siempre tomaba decisiones rápidas, asintió.
—Tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos aquí mirando.
Los tres amigos bajaron del árbol rápidamente y corrieron hacia donde estaban los dos niños. Cuando llegaron, pudieron escuchar lo que pasaba. El niño más grande estaba insultando al más pequeño y empujándolo contra el árbol. El niño pequeño tenía lágrimas en los ojos, pero no decía nada, solo miraba hacia el suelo.
—¡Oye! —gritó Maya, con su tono firme—. ¡Déjalo en paz!
El niño más grande se dio vuelta y los miró, sorprendido por la interrupción. Al principio, pareció dudar, pero luego puso una expresión de enojo.
—¿Y ustedes qué quieren? ¡Esto no es asunto suyo! —dijo, cruzándose de brazos.
Leo, siempre valiente, dio un paso adelante.
—Sí es nuestro asunto. Nadie tiene derecho a tratar mal a los demás —dijo, mirando al niño directamente a los ojos—. Si tienes algún problema, deberías hablarlo, pero los golpes no son la solución.
El niño más grande pareció confundido. No esperaba que alguien le hablara de esa manera, y mucho menos alguien como Leo, que solía ser el más travieso de todos. Luna, que hasta ese momento había estado en silencio, se acercó al niño pequeño que estaba siendo molestado.
—¿Estás bien? —le preguntó con amabilidad, dándole una sonrisa tranquilizadora.
El niño asintió tímidamente, pero aún parecía asustado. Maya, siempre resolutiva, dio un paso adelante y miró al niño mayor con seriedad.
—Vamos a hablar con la maestra sobre esto —dijo—. Porque lo que estás haciendo no está bien, y debes aprender a tratar a los demás con respeto.
El niño mayor, que al principio parecía desafiante, comenzó a perder su actitud agresiva. Sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, pero no quería admitirlo frente a todos. Finalmente, bajó la mirada y murmuró:
—Lo siento…
El niño pequeño, sorprendido, levantó la cabeza y lo miró. Luna le dio una palmadita en el hombro para reconfortarlo.
—Está bien hablar cuando algo te molesta —dijo Luna—. No debes tener miedo de decirle a los demás lo que te pasa.
El grupo de amigos acompañó a los dos niños de regreso a la escuela, donde hablaron con la maestra sobre lo que había sucedido. La maestra escuchó con atención y les agradeció por haber intervenido de manera pacífica. Luego, se aseguró de hablar con los dos niños para que pudieran entender mejor la importancia de tratar a los demás con amabilidad y respeto.
Al día siguiente, todo parecía haber vuelto a la normalidad. El niño mayor ya no molestaba a nadie, y el niño pequeño jugaba felizmente con sus compañeros. Leo, Maya y Luna estaban orgullosos de haber ayudado, no solo porque habían defendido a un compañero, sino porque habían aprendido que siempre es importante hablar cuando algo está mal, y que la violencia nunca es la solución.
Mientras jugaban en el parque esa tarde, subiendo de nuevo al gran árbol, Leo, siempre travieso, miró a sus amigas con una sonrisa.
—¿Saben qué? Creo que somos como superhéroes. No necesitamos capas ni poderes, solo necesitamos hacer lo correcto.
Maya rió y asintió, mientras Luna, con su típica sonrisa curiosa, agregó:
—Y saber cuándo debemos hablar. Eso también es un superpoder.
Y así, entre risas y juegos, los tres amigos siguieron disfrutando de sus tardes en el parque, sabiendo que, juntos, podían hacer del mundo un lugar mejor, simplemente siendo amables, respetuosos y valientes cuando era necesario.
Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.