Había una vez un hombrecito que vestía de gris todos los días. Desde sus zapatos hasta su sombrero, todo en él era gris, sin una pizca de color. El hombrecito llevaba una vida muy monótona. Se despertaba cada mañana al sonido de un zumbido suave que lo sacaba de sus sueños. Con los ojos entreabiertos, estiraba la mano para apagar el despertador, se levantaba de la cama y comenzaba su rutina diaria. Se lavaba la cara, se vestía con su traje gris, tomaba una taza de café sin azúcar y salía a la calle.
Cada día era exactamente igual al anterior. Caminaba por las mismas calles, saludaba a las mismas personas con una sonrisa que nunca llegaba a sus ojos, y se dirigía a su oficina, donde trabajaba para Don Perfecto, un jefe muy estricto. Don Perfecto era un hombre que no toleraba el más mínimo error y, sobre todo, no soportaba el ruido. En su oficina había un cartel que decía «Prohibido cantar».
El hombrecito gris siempre había soñado con ser un gran cantante de ópera. Desde pequeño, cuando escuchaba una melodía, sentía la necesidad de cantar a todo pulmón. Pero a lo largo de su vida, le habían dicho que cantar no era algo que debía hacer. «No es profesional», «No es apropiado», «No tienes tiempo para esas tonterías», eran algunas de las frases que había escuchado. Así que, poco a poco, fue enterrando su sueño y su voz, dejando que su vida gris tomara el control.
Un día, mientras trabajaba en la oficina de Don Perfecto, sintió un impulso incontrolable. Había escuchado una melodía en su cabeza y las ganas de cantar lo invadieron. Pero sabía que Don Perfecto lo miraba desde su oficina, y si se atrevía a cantar, lo despedirían en el acto. Así que, para contenerse, el hombrecito gris se ató un pañuelo alrededor de la boca, fingiendo que tenía dolor de muela. De esta manera, podría aguantar las ganas de cantar mientras trabajaba en silencio.
Sin embargo, a medida que pasaban los días, su deseo de cantar crecía más y más. No podía concentrarse en su trabajo y cada melodía que escuchaba en su cabeza lo distraía. Desesperado, decidió que después del trabajo iría a tomar un café para despejarse. Quizá, en un ambiente diferente, podría encontrar algo de paz.
Entró en una pequeña cafetería del barrio. El dueño, un hombre robusto y de bigote llamado El Cafetero, lo recibió con una sonrisa.
—Bienvenido, ¿en qué puedo servirle? —preguntó El Cafetero.
El hombrecito gris pidió un café, pero mientras esperaba, una suave melodía comenzó a sonar en la radio de la cafetería. Sin poder evitarlo, el hombrecito gris comenzó a tararear. Poco a poco, su voz fue tomando fuerza hasta que, sin darse cuenta, comenzó a cantar. Su voz era fuerte, melodiosa, llena de emoción. Pero de repente, El Cafetero se acercó corriendo y señaló un cartel en la pared que decía: «Prohibido cantar y bailar».
—¡Aquí no se puede cantar! —dijo El Cafetero con una mirada severa—. Lo siento, pero si vas a seguir cantando, tendrás que irte.
El hombrecito gris, avergonzado, salió de la cafetería sin decir una palabra. Mientras caminaba por las calles, comenzó a preguntarse qué había hecho mal. ¿Por qué no podía cantar? ¿Por qué su voz, que tanto amaba, siempre era silenciada?
Al día siguiente, el hombrecito gris decidió que intentaría aguantar sus ganas de cantar de nuevo. Se puso su pañuelo alrededor de la boca y fue a la oficina, pero las ganas eran más fuertes que nunca. Durante el almuerzo, salió a dar un paseo por el parque, esperando que el aire fresco lo ayudara a calmarse. Mientras caminaba, se encontró con un hombre muy peculiar: un director de orquesta. Este hombre había estado caminando por el parque buscando inspiración, y cuando escuchó el tarareo suave del hombrecito gris, se detuvo en seco.
—¡Esa voz! —exclamó el director—. ¡Esa es la voz que he estado buscando para inaugurar la nueva temporada de ópera en el teatro!
El hombrecito gris se detuvo, sorprendido.
—¿Mi voz? —preguntó tímidamente—. Pero… yo no soy un cantante, solo soy un oficinista que no puede cantar en su trabajo ni en ninguna parte.
El director de orquesta sonrió y puso una mano sobre el hombro del hombrecito.
—Todos llevamos un artista dentro. A veces, solo necesitamos que alguien nos escuche y nos dé una oportunidad. Tú tienes una voz increíble, y quiero que cantes en mi teatro.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.