En una pequeña ciudad rodeada de campos verdes y ríos cristalinos, vivía un perro llamado Bruno. Bruno no tenía hogar, y su vida se reducía a deambular por las calles en busca de algo de comida y un lugar seguro donde dormir. Aunque su vida era dura, Bruno nunca perdía la esperanza y siempre mantenía su cola en alto.
Un día particularmente frío, mientras el viento soplaba hojas secas por las calles desoladas, Bruno caminaba con el estómago rugiendo más fuerte que el trueno en el cielo. Su búsqueda lo llevó frente a la carnicería de Don Ernesto, un hombre robusto con un corazón tan grande como su sonrisa. Al ver a Bruno con esa mirada de hambre, Don Ernesto no pudo evitar sentir compasión por el pobre animal. Con un gesto amable, le lanzó un hueso que había guardado detrás del mostrador, sabiendo que algún hambriento lo apreciaría.
Bruno, con el hueso firmemente entre sus dientes, sintió que su suerte había cambiado. Decidió buscar un lugar tranquilo para disfrutar de su tesoro. Caminó hasta el río que cruzaba la ciudad, un lugar donde solía refrescarse en días más calurosos.
Al llegar al río, Bruno se inclinó para beber un poco de agua. Mientras lo hacía, vio su reflejo en el agua. Pero en su mente hambrienta y cansada, lo que vio no fue su propia imagen, sino la de otro perro con un hueso aparentemente más grande y más apetitoso. Los ojos de Bruno se llenaron de envidia, y un pensamiento le cruzó la mente: «Si pudiera tener ese hueso, mi hambre desaparecería por completo.»
Movido por un impulso, Bruno abrió su hocico para atrapar el hueso del reflejo, olvidando por completo el hueso real que ya poseía. En ese momento, su propio hueso cayó al agua y fue arrastrado rápidamente por la corriente. Bruno intentó atraparlo, pero fue demasiado tarde. El río se había llevado su preciado hallazgo, dejándolo con las patas en el agua fría y nada entre los dientes.
Sentado a la orilla del río, Bruno reflexionó sobre lo sucedido. Se dio cuenta de que había perdido lo que ya tenía por desear algo que nunca fue real, algo que era solo un reflejo engañoso. En ese momento, aprendió una valiosa lección: debemos valorar lo que tenemos y no dejarnos cegar por la envidia de lo que otros poseen.
Desde ese día, Bruno nunca volvió a dejarse llevar por los reflejos ilusorios. Aprendió a apreciar cada bocado de comida y cada gesto amable que la vida le ofrecía. Y aunque nunca recuperó aquel hueso, ganó algo mucho más valioso: la sabiduría de apreciar lo real y tangible, dejando de lado los espejismos del deseo.





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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.