Salvador, Lucas y Lía eran los mejores amigos del mundo. Desde que se conocieron en la escuela, no pasaba un solo día sin que jugaran juntos. Los tres tenían una costumbre que no rompían nunca: todas las tardes, después de clases, se encontraban en el parque de su barrio. Era un lugar especial para ellos, con grandes árboles, columpios y un tobogán rojo que los hacía reír a carcajadas cuando se deslizaban por él.
Salvador era el más alto del grupo, con el cabello oscuro y siempre llevaba su pelota de fútbol bajo el brazo. Lucas, en cambio, era un poco más bajo, usaba gafas grandes y tenía el cabello rizado que siempre parecía despeinado, como si acabara de salir corriendo. Lía, con sus largas trenzas y una sonrisa enorme, era la más rápida cuando jugaban a las carreras.
Una tarde soleada, los tres amigos llegaron al parque como de costumbre. Pero esta vez, Salvador parecía preocupado. No traía su pelota, lo que ya era raro, y no estaba tan entusiasmado como siempre.
—¿Qué te pasa, Salvador? —preguntó Lucas ajustándose las gafas—. Siempre traes tu pelota para jugar.
—Sí, cuéntanos —insistió Lía—. ¿Por qué estás tan callado hoy?
Salvador se sentó en uno de los columpios y suspiró.
—Es que… —empezó, mirando al suelo—. Hoy en la escuela, uno de los chicos más grandes me empujó cuando salía al recreo. Me dijo que yo no podía jugar con ellos porque no era lo suficientemente bueno en fútbol.
Lucas y Lía lo miraron, sorprendidos. No entendían cómo alguien podía decirle eso a Salvador, que siempre jugaba tan bien.
—¡Eso no está bien! —exclamó Lía, frunciendo el ceño—. Tú eres un gran jugador. No dejes que te hagan sentir mal por eso.
Lucas asintió con la cabeza.
—No importa lo que digan, lo importante es que nosotros sabemos que juegas muy bien. Además, no es justo que te traten mal.
Salvador levantó la cabeza y sonrió levemente. Sus amigos siempre estaban ahí para apoyarlo, y eso lo hacía sentir mejor. Pero, aun así, algo dentro de él seguía dándole vueltas. No era solo que le hubieran dicho que no podía jugar; era la forma en que lo habían tratado, como si fuera menos que ellos.
—Quizás tengan razón —dijo Salvador, volviendo a bajar la cabeza—. Tal vez no soy tan bueno como ellos.
Lía se acercó y le puso una mano en el hombro.
—Salvador, ser bueno en algo no significa ser mejor que los demás. Significa dar lo mejor de ti, disfrutar lo que haces y ser amable con los demás. Esos chicos no entienden eso.
Lucas, siempre pensando en soluciones, se levantó de su lugar y miró a Salvador con determinación.
—Tengo una idea —dijo—. ¿Qué tal si hacemos nuestro propio equipo aquí en el parque? Podemos practicar, mejorar juntos y, lo más importante, divertirnos sin importar lo que digan los demás.
Los ojos de Salvador brillaron ante la propuesta de Lucas.
—¡Eso suena genial! —dijo Lía, saltando emocionada—. Sería nuestro equipo, donde todos somos bienvenidos y nadie se siente excluido.
Así fue como nació «El equipo de los amigos». Desde ese día, los tres amigos se reunían no solo para jugar y reír, sino también para practicar fútbol juntos. No importaba si alguien fallaba al patear o si no hacían las jugadas perfectas. Lo importante era que se divertían y se apoyaban mutuamente.
Poco a poco, otros niños del parque comenzaron a notar el equipo. Al principio, algunos se reían, pero pronto vieron que el equipo de Salvador, Lucas y Lía no solo jugaba bien, sino que también se ayudaban entre ellos. No había gritos ni empujones, solo risas y trabajo en equipo.
Con el tiempo, más niños se unieron a ellos. Lo que había empezado como una forma de consolar a Salvador, se convirtió en algo mucho más grande. El equipo de los amigos creció, y todos en el parque sabían que podían unirse, sin importar si sabían jugar muy bien o no. Lo importante era ser parte de un grupo donde el respeto y la amistad eran lo primero.
Un día, mientras practicaban, uno de los chicos más grandes que había molestado a Salvador en la escuela se acercó al parque. Se quedó observando desde lejos, viendo cómo jugaban. Al principio, no dijo nada, solo los miraba en silencio.
Finalmente, cuando el equipo terminó de jugar, el chico se acercó tímidamente a Salvador.
—Oye, Salvador… —dijo, con la cabeza gacha—. He visto cómo juegas aquí con tus amigos. La verdad es que… quería disculparme por lo que te dije el otro día en la escuela. No fue justo, y veo que juegas muy bien. Además, parece que se divierten mucho aquí.
Salvador lo miró sorprendido. No esperaba que aquel chico viniera a pedirle disculpas. Lucas y Lía también estaban atentos a lo que sucedía.
—Está bien —dijo Salvador después de un momento de silencio—. Todos cometemos errores. Si quieres, puedes jugar con nosotros algún día.
El chico levantó la mirada, sorprendido por la respuesta de Salvador. Había esperado un rechazo, pero en lugar de eso, Salvador le había ofrecido una oportunidad para unirse.
—¿De verdad? —preguntó, sin creerlo del todo.
—Claro —dijo Salvador, sonriendo—. Aquí todos son bienvenidos, siempre que respetemos las reglas: nos ayudamos, nos divertimos y nadie se queda fuera.
El chico sonrió tímidamente y asintió.
Desde ese día, no solo Salvador, Lucas y Lía continuaron jugando juntos, sino que su equipo siguió creciendo. El parque se convirtió en un lugar donde todos se sentían aceptados y felices. No había lugar para burlas ni malos tratos, solo amistad, risas y respeto.
Salvador aprendió algo muy valioso: lo que importa no es lo que otros digan de ti, sino lo que tú sabes que eres capaz de hacer. Y con amigos como Lucas y Lía a su lado, nada parecía imposible.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.