En el reino de Altherion, donde las colinas bailaban con el viento y los ríos cantaban melodías antiguas, reinaba el Rey Eldric. Aunque su castillo estaba lleno de tesoros y sus cofres rebosaban de oro, su corazón guardaba una soledad profunda que ni la riqueza podía colmar. Rodeado de sirvientes y cortesanos, el rey se sentía más aislado cada día, pues la corona le pesaba no solo en la cabeza, sino también en el alma.
En la misma corte vivía Silas, el mago de la corte, conocido por sus poderosos hechizos y su sabiduría sin límites. Silas, con su túnica bordada con estrellas y su sombrero alto como las torres del castillo, veía más allá de los muros de piedra y las barreras del corazón.
Liam, el mozo del castillo, era un joven de espíritu libre, siempre corriendo por los pasillos con sus ropas sencillas y una sonrisa que iluminaba las estancias más oscuras. Aunque su trabajo era servir, su presencia traía un soplo de aire fresco a la pesada atmósfera del palacio.
Una mañana de otoño, cuando las hojas pintaban de cobre el paisaje, el Rey Eldric convocó a Silas a sus aposentos. Con voz quebrada por la melancolía, le confesó su tristeza.
—Silas, he acumulado riquezas más allá de lo imaginable, pero mi corazón está vacío y frío. Nada de lo que poseo ha podido traerme la felicidad que tanto anhelo.
Silas escuchó en silencio, su mirada perdida en las llamas del hogar que chisporroteaban suavemente. Después de un momento, habló con voz calmada y profunda.
—Majestad, la felicidad no reside en las riquezas ni en los tesoros que se guardan bajo llave. Vive en los momentos compartidos y en los corazones unidos. Permítame mostrarle lo que verdaderamente tiene valor en este mundo.
Intrigado, el rey asintió, y Silas propuso un plan. Transformaría al Rey Eldric en un viajero común, sin riquezas ni corona, para que pudiera ver su reino desde otra perspectiva.
Bajo un hechizo poderoso, el rey se encontró vestido con ropas simples, su rostro y forma cambiados solo lo suficiente para que no fuera reconocido. Silas le dio una bolsa con unas pocas monedas y una misión: encontrar tres tesoros verdaderos antes de que el sol se pusiera.
El rey, ahora un humilde viajero, partió al amanecer. Su primer encuentro fue con una anciana en los mercados que, sin conocerlo, compartió con él un pedazo de su pan.
—Este es mi tesoro diario —le dijo con una sonrisa—, el alimento que me da vida.
Gracias por este regalo, pensó el rey, sorprendido por la calidez de la interacción.
Continuó su camino y se encontró con niños jugando cerca de un arroyo. Uno de ellos, sin zapatos y con ropa gastada, se acercó con una rana en la mano, mostrándosela con orgullo.
—¡Mira lo que encontré! Es mi tesoro porque me hace reír.
El rey se agachó para ver mejor y, por un instante, compartió la risa y el asombro del niño, olvidando su verdadera identidad.
Con el corazón un poco más ligero, siguió su viaje hasta que el atardecer comenzó a teñir el cielo de tonos púrpura y oro. Exhausto, se detuvo a descansar bajo un viejo roble donde un joven tocaba una flauta. La música era dulce y triste, y el rey se sintió profundamente conmovido.
—¿Por qué tocas con tanta tristeza? —preguntó al joven.
—Toco para recordar a mi padre, que me enseñó estas melodías. Es mi manera de mantenerlo cerca, mi tesoro más preciado.
El rey escuchó hasta que la última nota se desvaneció en el viento, y al regresar al castillo, encontró a Silas esperándolo.
—¿Qué has aprendido en tu viaje? —preguntó el mago.
El rey, con lágrimas en los ojos, abrazó a Silas.
—He aprendido que los verdaderos tesoros no se guardan, sino que se viven. La compañía, la alegría y los recuerdos son los verdaderos regalos de la vida.
Desde aquel día, el Rey Eldric cambió la forma de gobernar. Abrió las puertas de su castillo, compartió sus riquezas con los necesitados y, sobre todo, cultivó amistades verdaderas. Liam, que había sido testigo de la transformación del rey, se convirtió en su consejero y amigo más querido.
El rey aprendió que el trono más valioso no era el de oro ni el de piedra, sino el que se construye en el corazón de aquellos que amamos y nos aman. Y en el crepúsculo de su vida, rodeado de amigos y amado por su pueblo, el Rey Eldric fue verdaderamente feliz, sabiendo que el mayor tesoro lo había encontrado al fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.