En las montañas de Ayacucho, en un pequeño y pintoresco pueblo, vivía una niña llamada Jacinta. Jacinta vivía con su abuelita en una casa humilde hecha de estera, pero llena de amor y calidez. Cada mañana, Jacinta se levantaba temprano para ayudar a su abuelita con las tareas del hogar antes de dirigirse al colegio. Le encantaba estudiar y soñaba con aprender cosas nuevas cada día.
Jacinta era una niña especial, no solo por su amor al conocimiento, sino también por su gran corazón. Vestía siempre con ropa tradicional de Ayacucho, con hermosos bordados que su abuelita hacía a mano. Su cabello, trenzado con esmero, relucía bajo el sol de la montaña. Aunque su vida era sencilla, Jacinta siempre encontraba razones para sonreír.
Un día, al llegar al colegio, Jacinta notó que había dos niños nuevos en su clase. Sus nombres eran Mateo y Nayeli. Ambos venían de la ciudad y se veían muy diferentes a los demás niños del pueblo. Mateo tenía el cabello corto y vestía ropa casual, mientras que Nayeli llevaba su cabello en una coleta y ropa moderna. Al principio, Jacinta sintió curiosidad y quiso acercarse a ellos, pero pronto se dio cuenta de que no sería fácil.
Desde el primer momento, Mateo y Nayeli empezaron a murmurar entre ellos, señalando a Jacinta y riéndose. Jacinta no entendía por qué se comportaban así, pero decidió no darle importancia y concentrarse en sus estudios. Sin embargo, los comentarios y las risas continuaron. Cada vez que Jacinta intentaba participar en clase o en alguna actividad, Mateo y Nayeli la interrumpían con burlas, llamándola «rara» y «diferente».
La situación se volvió más difícil para Jacinta. Aunque sus compañeros de clase trataban de defenderla, las palabras de Mateo y Nayeli la herían profundamente. Una tarde, mientras caminaba de regreso a casa, Jacinta no pudo contener las lágrimas. Su abuelita, al verla tan triste, la abrazó y le dijo: «No dejes que las palabras de otros te hagan dudar de ti misma. Eres una niña valiente y llena de bondad. Ellos también aprenderán a ver eso con el tiempo.»
Al día siguiente, Jacinta decidió enfrentar la situación con valor. Durante el recreo, se acercó a Mateo y Nayeli, quienes estaban jugando en el patio. «Hola,» dijo Jacinta con una sonrisa. «Sé que no nos conocemos bien, pero me gustaría ser su amiga.»
Mateo y Nayeli la miraron con sorpresa. No esperaban que Jacinta se acercara a ellos después de cómo la habían tratado. Mateo, con una mueca de desdén, respondió: «¿Por qué querríamos ser amigos de alguien como tú?»
Jacinta, sin perder su sonrisa, contestó: «Porque todos somos iguales, aunque nos veamos diferentes. Podemos aprender mucho unos de otros si nos damos la oportunidad.»
Nayeli, que hasta ese momento había guardado silencio, sintió una punzada de culpa. Recordó cómo se había sentido cuando era nueva en la ciudad y nadie quería hablar con ella. Decidió darle una oportunidad a Jacinta y dijo: «Quizás deberíamos intentarlo, Mateo. No tenemos nada que perder.»
Con el tiempo, Mateo y Nayeli comenzaron a conocer mejor a Jacinta. Descubrieron que, a pesar de las diferencias superficiales, compartían muchos intereses. Les encantaba leer, jugar a juegos de mesa y explorar la naturaleza. Poco a poco, se dieron cuenta de cuán equivocada había sido su actitud inicial.
Un día, la profesora organizó una excursión al bosque cercano para estudiar las plantas y animales locales. Jacinta, que conocía bien el área, se ofreció a ser la guía. Mateo y Nayeli, que al principio habían dudado de sus capacidades, quedaron impresionados por el conocimiento de Jacinta y su amor por la naturaleza.
Durante la excursión, Mateo tropezó y se torció el tobillo. Mientras todos los demás niños entraban en pánico, Jacinta mantuvo la calma y usó sus conocimientos de primeros auxilios para ayudarlo. Con la ayuda de Nayeli, lograron llevar a Mateo de regreso al colegio, donde la profesora pudo atenderlo adecuadamente.
Ese día marcó un punto de inflexión en su relación. Mateo, agradecido por la ayuda de Jacinta, se disculpó por su comportamiento. «Lo siento mucho, Jacinta. Fui muy injusto contigo. Eres una persona increíble, y estoy agradecido por tu ayuda.»
Nayeli también se disculpó, con lágrimas en los ojos. «Yo también lo siento, Jacinta. Me dejé llevar por la ignorancia y el miedo a lo diferente. Gracias por darnos una oportunidad de conocerte.»
Jacinta aceptó las disculpas con una sonrisa sincera. «Lo importante es que ahora entendemos que todos somos iguales, aunque tengamos nuestras diferencias. La verdadera amistad no se basa en cómo nos vemos, sino en cómo nos tratamos unos a otros.»
Desde entonces, Jacinta, Mateo y Nayeli se volvieron inseparables. Pasaban sus días explorando juntos, estudiando y ayudándose mutuamente. Aprendieron a valorar la diversidad y a ver la belleza en las diferencias. La amistad que surgió entre ellos se convirtió en un ejemplo para todos en el colegio, demostrando que el respeto y la empatía pueden derribar cualquier barrera.
El tiempo pasó, y Jacinta, Mateo y Nayeli siguieron siendo amigos durante muchos años. Sus experiencias juntos les enseñaron valiosas lecciones sobre la igualdad, la comprensión y la importancia de mirar más allá de las apariencias.
Jacinta, con su gran corazón y valentía, se convirtió en una líder en su comunidad, siempre promoviendo el respeto y la inclusión. Mateo, inspirado por la bondad de Jacinta, decidió estudiar medicina para ayudar a los demás. Nayeli, por su parte, se convirtió en una maestra dedicada, enseñando a sus alumnos la importancia de la igualdad y la empatía.
La historia de Jacinta y sus amigos es un recordatorio de que, aunque todos somos diferentes, en el fondo, todos compartimos los mismos sueños y aspiraciones. Al aceptar y valorar esas diferencias, podemos construir un mundo más justo y armonioso, donde todos tengan la oportunidad de brillar y ser apreciados por quienes son.
Y así, en las montañas de Ayacucho, una niña valiente y dos amigos que aprendieron a mirar más allá de las apariencias demostraron que la verdadera igualdad se encuentra en el corazón de cada uno.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.