Cuentos de Valores

Laia, la niña que siempre sonríe

Lectura para 4 años

Tiempo de lectura: 5 minutos

Español

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Había una vez una niña llamada Laia. Tenía cuatro años y era como cualquier otra niña de su edad: le encantaban las aventuras, los juegos, y siempre estaba llena de energía. Lo que hacía especial a Laia era su sonrisa, esa sonrisa tan brillante que podía iluminar el día de cualquiera, incluso los más grises.

Laia tenía algo más que la hacía diferente a otros niños. Usaba una silla de ruedas para moverse y, en su barriguita, tenía un botón especial a través del cual recibía la comida. Este botón era como una pequeña puerta mágica que la ayudaba a estar fuerte y saludable, aunque para muchos niños podría parecer algo extraño. Pero para Laia, ese botón era parte de su vida y nunca dejaba que eso le quitara su alegría.

Cada mañana, Laia se despertaba con la ayuda de su mamá y papá. Mamá siempre estaba ocupada trabajando duro para darle a Laia todo lo que necesitaba, pero nunca olvidaba darle un abrazo cálido antes de irse. Papá, por otro lado, era quien se quedaba en casa con ella y su hermano pequeño, Marc. Marc tenía solo dos años, pero ya demostraba ser un torbellino de energía, siempre corriendo de un lado a otro, tirando juguetes y riendo a carcajadas.

A pesar de sus travesuras, Laia adoraba a su hermanito. Le gustaba observar cómo jugaba y, a veces, Marc traía sus juguetes cerca de la silla de ruedas de Laia para jugar juntos. Aunque Laia no podía correr detrás de él, eso no les impedía compartir momentos especiales. Marc sabía cómo hacerla reír, y a ella le encantaba verlo hacer sus pequeños trucos. Papá, mientras tanto, siempre estaba ahí, listo para ayudar cuando era necesario.

Un día, mientras estaban en el parque, Laia vio a otros niños corriendo y jugando. Unos colgaban de los columpios, otros trepaban por las cuerdas de escalada, y algunos corrían en círculos sin parar. Laia los observaba con curiosidad y una chispa de deseo en sus ojos. Quería unirse a la diversión, pero sabía que no podía correr como los demás.

Papá notó la mirada en los ojos de Laia y se agachó a su lado. «¿Quieres jugar con ellos, verdad?», le preguntó con una sonrisa.

Laia asintió. «Sí, papá. Quiero correr y saltar como ellos.»

Papá la miró con ternura y le dijo: «Puede que no puedas correr con tus piernas, Laia, pero eso no significa que no puedas divertirte a tu manera. ¿Por qué no les muestras lo rápido que puedes ir en tu silla?»

Laia se quedó pensando. Nunca había considerado que su silla pudiera ser algo divertido, pero la idea de papá la intrigaba. Con una sonrisa traviesa, comenzó a moverse en su silla, empujando las ruedas con fuerza. Al principio, los otros niños la miraron con curiosidad, pero pronto empezaron a animarla.

«¡Mira lo rápido que va!» gritó uno de los niños.

«¡Qué guay!» dijo otro.

De repente, Laia se convirtió en el centro de atención. Los niños corrieron junto a ella, haciendo carreras y animándola cada vez que tomaba velocidad. Laia no podía dejar de reír. Aunque no corría con sus piernas, su silla se había convertido en un vehículo de aventuras, y ella era la capitana de esta gran nave.

Los padres de Laia la observaban desde la distancia, sonriendo. Mamá, que acababa de llegar del trabajo, abrazó a papá mientras miraban a su hija. «Es increíble cómo siempre encuentra la manera de ser feliz», dijo mamá.

Papá asintió. «Es nuestra pequeña campeona. Siempre puede con todo, sin importar lo difícil que sea el camino.»

Al terminar de jugar en el parque, Laia y Marc volvieron a casa con papá. Estaban cansados pero felices. Mamá les había preparado la cena, y mientras comían, Laia pensaba en lo bien que se lo había pasado ese día. Sabía que, aunque a veces las cosas parecían difíciles, siempre podía encontrar una manera de disfrutar de la vida.

Esa noche, mientras mamá le leía un cuento antes de dormir, Laia se acurrucó en su cama con su osito de peluche favorito. Pensaba en todas las cosas que había hecho ese día: la carrera con los otros niños, las risas, el apoyo de su familia. Sabía que, aunque no podía hacer todo de la misma manera que los demás, tenía algo especial. Tenía su propia forma de enfrentarse al mundo, y eso la hacía única.

«Buenas noches, mi pequeña valiente», susurró mamá mientras le daba un beso en la frente.

«Buenas noches, mamá», respondió Laia con una sonrisa.

Y así, mientras las estrellas brillaban en el cielo, Laia se quedó dormida, soñando con nuevas aventuras, segura de que, pase lo que pase, siempre podrá con todo, porque tenía algo más fuerte que cualquier dificultad: su corazón lleno de amor, valentía y, sobre todo, alegría.

Fin.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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