Había una vez un niño muy especial llamado Romeo. Romeo tenía cinco años y vivía en una casita amarilla con su mamá y su papá. Era un niño con el cabello castaño, piel blanca como la nieve y unos ojitos grandes y marrones oscuros que brillaban con curiosidad y alegría. A Romeo le encantaban los dinosaurios y las películas de animales. Podía pasar horas mirando cómo los dinosaurios rugían en la pantalla y cómo los leones corrían por la sabana. También le encantaba jugar a la pelota, corriendo de un lado a otro en el parque, riendo a carcajadas mientras intentaba patear la pelota tan fuerte como podía.
Romeo era un niño muy cariñoso. Siempre tenía una sonrisa para su mamá y un abrazo fuerte para su papá cuando llegaba a casa después de un día de trabajo. Pero, como todos los niños, a veces Romeo se enojaba. A veces, cuando las cosas no salían como él quería, se cruzaba de brazos, fruncía el ceño y gritaba. No le gustaba cuando alguien tomaba su pelota sin pedir permiso o cuando no podía ver su película de animales favorita. Aunque Romeo era amable la mayor parte del tiempo, había momentos en que no sabía cómo manejar sus sentimientos y terminaba haciendo cosas que no estaban bien, como empujar a un amigo o gritarle a su mamá.
Un día, Romeo comenzó a ir al jardín de infantes. Estaba muy emocionado por conocer nuevos amigos y aprender cosas nuevas. El jardín era un lugar lleno de colores, con paredes pintadas de arcoíris y dibujos de animales y dinosaurios por todas partes. La maestra de Romeo, la señorita Clara, era muy amable. Tenía una voz suave y una sonrisa que hacía que todos los niños se sintieran cómodos. Les enseñaba canciones divertidas, les leía cuentos maravillosos y les mostraba cómo hacer hermosos dibujos.
Romeo estaba muy contento de ir al jardín. Allí, conoció a muchos compañeritos. Jugaba con ellos en el patio, construían torres con bloques y corrían por todos lados. Pero a veces, cuando las cosas no salían como él quería, Romeo se enojaba. Un día, mientras jugaba con su pelota favorita en el patio, uno de sus compañeros, un niño llamado Mateo, tomó la pelota sin pedir permiso. Romeo, furioso, empujó a Mateo, quien cayó al suelo y empezó a llorar. La señorita Clara se acercó rápidamente y ayudó a Mateo a levantarse. Luego, se agachó frente a Romeo y le dijo con voz suave pero firme:
—Romeo, empujar no está bien. Cuando estamos enojados, debemos usar nuestras palabras y no nuestras manos. Es importante respetar a nuestros amigos.
Romeo, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, no dijo nada. Sabía que lo que había hecho estaba mal, pero no sabía cómo controlar ese enojo que sentía en su pecho.
Esa tarde, cuando llegó a casa, su mamá notó que Romeo estaba más callado de lo usual. Se sentó con él en el sofá y le preguntó qué había pasado en el jardín. Romeo, con un pequeño puchero, le contó lo que había sucedido. Su mamá lo escuchó con atención, y cuando terminó, le dio un fuerte abrazo.
—Romeo, todos nos enojamos a veces, pero es importante aprender a manejar ese enojo de manera que no lastimemos a los demás —le explicó su mamá con ternura—. Cuando te sientas enojado, puedes contar hasta diez, respirar profundo o pedir ayuda a un adulto. Lo más importante es usar tus palabras.
Romeo asintió con la cabeza, pero en su mente, todavía no entendía muy bien cómo podía hacerlo.
Al día siguiente, en el jardín, Romeo decidió intentar lo que su mamá le había dicho. Mientras jugaba con sus amigos, sintió que el enojo volvía a subir cuando no le dejaban ser el líder en un juego. Pero en lugar de empujar o gritar, Romeo recordó contar hasta diez. Cerró los ojos, respiró profundo, y cuando abrió los ojos, el enojo había disminuido. Se sintió orgulloso de sí mismo, y aunque aún no le gustaba la situación, decidió seguir jugando sin enojarse.
Pasaron los días, y Romeo comenzó a entender que el jardín era un lugar donde todos los niños debían respetarse y jugar juntos de manera amable. La señorita Clara les enseñó sobre los valores, como el respeto, la empatía y la paciencia. Les explicó que era importante tratar a los demás como querían ser tratados. Romeo aprendió que empujar, gritar o llorar cuando no conseguía lo que quería no era la mejor manera de resolver los problemas. Poco a poco, empezó a poner en práctica lo que aprendía en el jardín y lo que su mamá y papá le decían en casa.
Un día, mientras jugaban en el patio, un grupo de niños decidió construir una torre muy alta con bloques. Todos querían ser los líderes y decir cómo construirla. Romeo también quería ser el líder, pero recordó lo que había aprendido sobre el respeto. En lugar de pelear por el liderazgo, sugirió que todos se turnaran para colocar un bloque. Así, cada uno podría participar y sentirse parte del juego. Los niños aceptaron la idea de Romeo, y juntos, construyeron la torre más alta que habían hecho jamás. Todos estaban felices, y Romeo se sintió muy bien por haber encontrado una solución sin enojarse.
A medida que pasaba el tiempo, Romeo se convirtió en un ejemplo para sus amigos. Cuando alguien se enojaba, él les recordaba contar hasta diez o pedir ayuda a un adulto. La señorita Clara estaba muy orgullosa de él, y sus padres también. Veían cómo Romeo estaba aprendiendo a manejar sus emociones y a ser un niño respetuoso y amable.
Pero Romeo todavía tenía mucho que aprender. Un día, mientras jugaban a la pelota en el patio, un niño nuevo, llamado Lucas, llegó al jardín. Lucas no conocía a nadie y se sentía un poco nervioso. Romeo, al verlo solo, decidió invitarlo a jugar. Pero Lucas no sabía cómo jugar bien a la pelota y accidentalmente pateó la pelota muy fuerte, haciéndola volar por encima de la cerca. Todos los niños se quedaron en silencio, y Romeo sintió que el enojo comenzaba a subir de nuevo. Pero antes de decir algo, recordó cómo se había sentido él la primera vez que fue al jardín y cómo era importante ser amable con los nuevos amigos.
En lugar de enojarse, Romeo se acercó a Lucas y le dijo con una sonrisa:
—No te preocupes, Lucas. A todos nos pasa. Vamos a buscar la pelota juntos.
Lucas sonrió, aliviado, y juntos, buscaron la pelota. Desde ese día, Romeo y Lucas se hicieron grandes amigos, y Lucas aprendió a jugar a la pelota con la ayuda de Romeo.
El tiempo pasó, y Romeo siguió aprendiendo y creciendo. Aprendió que, aunque a veces es difícil controlar las emociones, es importante hacerlo para no lastimar a los demás. Aprendió que ser amable y respetuoso con los demás hacía que todos se sintieran mejor y que el jardín era un lugar mucho más divertido cuando todos jugaban juntos y se respetaban.
Romeo también aprendió que las palabras son poderosas. Descubrió que podía expresar cómo se sentía sin necesidad de gritar o empujar. Aprendió a pedir disculpas cuando hacía algo mal y a perdonar a los demás cuando ellos también cometían errores. Y, sobre todo, aprendió que el amor y el respeto eran los valores más importantes que podía tener.
Romeo se convirtió en un niño aún más cariñoso y amable, no solo con su familia, sino también con sus amigos y maestras en el jardín. Le encantaba ayudar a la señorita Clara a organizar los juguetes al final del día, y siempre estaba dispuesto a consolar a un amigo que se sentía triste. A veces, cuando veía que alguno de sus amigos estaba a punto de enojarse, les recordaba contar hasta diez y respirar profundo, tal como él había aprendido a hacer.
Un día, la señorita Clara les propuso a los niños un proyecto especial. Decidieron hacer un «Árbol de los Valores» en el salón de clases. Cada niño podía contribuir con una hoja, escribiendo en ella un valor importante que había aprendido. Romeo, emocionado, escribió la palabra «Respeto» en su hoja y la decoró con dibujos de dinosaurios y animales, sus cosas favoritas. Cuando todos los niños colocaron sus hojas en el árbol, quedó lleno de colores y palabras hermosas como «Amor», «Amistad», «Paciencia» y «Bondad».
El «Árbol de los Valores» se convirtió en un símbolo en el salón. Cada vez que alguno de los niños olvidaba comportarse de manera respetuosa, la señorita Clara les recordaba mirar el árbol y pensar en los valores que habían escrito. Romeo se sentía muy orgulloso de su contribución y cada vez que veía su hoja en el árbol, recordaba lo importante que era ser respetuoso y amable con los demás.
La señorita Clara organizó una pequeña ceremonia para celebrar la creación del árbol. Invitó a los padres de todos los niños a venir al jardín para ver el trabajo que habían hecho. Cuando los padres de Romeo llegaron, lo abrazaron fuerte y le dijeron lo orgullosos que estaban de él. Vieron el árbol lleno de colores y palabras bonitas y supieron que su hijo estaba aprendiendo cosas muy importantes en el jardín.
Después de la ceremonia, Romeo y sus amigos siguieron jugando y aprendiendo juntos. Aunque a veces todavía se enojaba, Romeo había aprendido a manejar mejor sus emociones y a recordar que siempre había una manera amable de resolver los problemas. Sabía que sus palabras y acciones podían hacer que sus amigos se sintieran bien o mal, y él prefería que todos estuvieran felices y contentos.
Un día, al final del curso, la señorita Clara organizó una gran fiesta de despedida en el jardín. Hubo juegos, canciones, y hasta una piñata en forma de dinosaurio, que era el favorito de Romeo. Todos los niños se divirtieron mucho y se despidieron con abrazos y promesas de seguir siendo amigos.
Cuando llegó el momento de irse a casa, Romeo miró una vez más el «Árbol de los Valores» y sonrió. Sabía que se llevaría todo lo que había aprendido con él, no solo en su corazón, sino también en su forma de actuar. Romeo entendió que aunque a veces las cosas no salieran como él quería, siempre podía encontrar una manera de resolverlas de manera amable y respetuosa. Y esa era la lección más importante de todas.
Esa noche, antes de dormir, Romeo se acurrucó en su cama con su dinosaurio de peluche favorito. Su mamá le dio un beso en la frente y le susurró:
—Estoy muy orgullosa de ti, Romeo. Has aprendido a ser un niño muy especial, lleno de amor y respeto.
Romeo, con una gran sonrisa en su rostro, cerró los ojos y se durmió, sabiendo que cada día seguiría creciendo y aprendiendo a ser la mejor versión de sí mismo.
Fin
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.