Había una vez, en un pequeño pueblo, tres amigos inseparables llamados Juan, Anita y Pedro. Todos los días, ellos caminaban juntos hacia la escuela. Juan era un niño alegre, siempre con una sonrisa en el rostro. Anita era muy curiosa, le encantaba descubrir cosas nuevas, y Pedro, aunque un poco tímido, siempre estaba dispuesto a ayudar a sus amigos.
Una mañana soleada, mientras caminaban hacia la escuela, pasaron por el parque del barrio, como siempre lo hacían. Pero ese día, algo diferente llamó su atención. En medio del parque había un nuevo juego. Era un enorme tobogán de colores brillantes, con una estructura para trepar y un columpio que parecía llegar hasta el cielo.
«¡Miren eso!», exclamó Anita, señalando el nuevo juego. Sus ojos brillaban de emoción.
«¡Es increíble!», dijo Juan, corriendo hacia la entrada del parque. «Nunca había visto un tobogán tan grande».
Pedro, quien siempre pensaba en lo que era correcto, miró su reloj. «Pero… ¿y la escuela? Si nos detenemos a jugar, llegaremos tarde».
Anita y Juan se miraron entre ellos. Sabían que Pedro tenía razón, pero la tentación de probar el nuevo juego era muy grande. «Solo será un ratito», dijo Anita con una sonrisa. «Además, no siempre tenemos la oportunidad de jugar en algo tan genial».
Juan asintió, ya imaginando lo divertido que sería deslizarse por el tobogán. Pero Pedro, aunque también quería jugar, seguía dudando. «¿Y si nos metemos en problemas por llegar tarde?», preguntó preocupado.
Anita pensó por un momento y luego dijo: «Bueno, podríamos ir a la escuela y luego venir a jugar después de las clases. Así no nos meteremos en problemas».
Juan se detuvo y consideró la idea. «Es cierto, pero ¿y si otros niños vienen antes que nosotros y ya están usando el juego? ¡Quiero ser el primero en probarlo!».
Pedro, sintiéndose dividido, propuso: «Podríamos jugar solo cinco minutos, y luego correr a la escuela. Así no llegaremos tan tarde, y podremos disfrutar del juego».
Anita y Juan parecían estar de acuerdo con la idea, pero algo en sus corazones les decía que debían ser responsables. Después de todo, sus padres siempre les habían enseñado que la escuela era importante y que debían llegar a tiempo.
Anita, quien siempre era la más reflexiva, miró a sus amigos y dijo: «¿Saben? Tal vez lo mejor sea hacer lo correcto. Si vamos a la escuela ahora, podemos aprender mucho y después tendremos toda la tarde para jugar sin preocupaciones».
Juan suspiró. Él realmente quería probar el nuevo juego, pero sabía que Anita tenía razón. «Sí, tienes razón, Anita. Si vamos a la escuela, después podemos jugar tranquilos y sin apuros».
Pedro, aliviado de que sus amigos tomaran la decisión correcta, sonrió y dijo: «Estoy de acuerdo. Además, podemos contarles a otros niños sobre el juego y jugar todos juntos después de las clases».
Con la decisión tomada, los tres amigos se alejaron del parque, no sin antes echar una última mirada al nuevo juego. Aunque sabían que sería divertido, también sabían que habían hecho lo correcto al decidir ir primero a la escuela.
Ese día, en la escuela, Juan, Anita y Pedro aprendieron muchas cosas nuevas. Participaron en las clases, hicieron sus tareas y se divirtieron con sus compañeros. Cuando sonó la campana que anunciaba el final de la jornada escolar, los tres salieron corriendo hacia el parque.
Para su sorpresa, el parque estaba vacío. El nuevo juego los esperaba, brillante bajo la luz del sol. Los tres amigos gritaron de alegría y corrieron hacia el tobogán. Se deslizaron, treparon y se balancearon en el columpio, riendo a carcajadas.
Mientras jugaban, Anita dijo: «Me alegra que hayamos ido a la escuela primero. Ahora podemos disfrutar sin preocupaciones».
Juan, quien estaba en lo más alto del tobogán, asintió. «Sí, fue una buena decisión. Y lo mejor es que no nos metimos en problemas».
Pedro, desde el columpio, agregó: «Siempre es mejor hacer lo correcto primero. Así, después podemos disfrutar de todo lo demás».
Al final del día, cuando el sol comenzó a ponerse, los tres amigos se sentaron en un banco, cansados pero felices. Habían aprendido que, aunque la tentación de jugar era grande, siempre era mejor cumplir con sus responsabilidades primero. De esa manera, podían disfrutar el juego sin preocupaciones y con la satisfacción de haber hecho lo correcto.
Y así, Juan, Anita y Pedro regresaron a casa, sabiendo que el parque y su nuevo juego estarían siempre allí para ellos, pero que la escuela también era importante para aprender y crecer.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.