Cuentos de Valores

Sami y su Cabecita de Pasto

Lectura para 6 años

Tiempo de lectura: 7 minutos

Español

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Sami nació distinto a todos los niños: en lugar de cabello, tenía una cabecita cubierta de pasto verde y brillante. Desde muy pequeño, sus padres descubrieron que aquel césped crecía cada día un poquito más, mechón tras mechón, como si su cabeza fuera un pequeño jardín en constante renovación. Sami podía sentir el susurro de las briznas cuando soplaba el viento, y a veces reía al notar cómo unas gotitas de rocío reposaban sobre sus hojas, cosquilleándolo suavemente.

Cada mañana, al despertar, Sami se sentaba junto a la ventana de su cuarto y abría una regadera diminuta que llevaba siempre consigo. Con cuidado, vertía un poco de agua sobre su cabecita, asegurándose de que cada brizna recibiera su porción. Ese pequeño ritual se convirtió en la primera lección de responsabilidad que aprendió: cuidar de sí mismo significaba tender la mano a su propio jardín personal.

Al principio, parecía una tarea sencilla, pero pronto Sami comprendió que la lluvia no siempre llegaba a tiempo. Había días en que el sol brillaba con fuerza y sus mechones de pasto empezaban a marchitarse si no los regaba. Entonces, el niño decidió convertirse en un verdadero jardinero: llenaba su regadera en el aljibe de su casa, la transportaba con cuidado y vigilaba cada gota, sin derramar ni una sola.

Un día, Sami salió a explorar el bosque cercano. Caminó entre árboles altos y helechos que parecían saludarlo con sus hojas. Cada tanto, se detenía a observar hormigas marchando ordenadamente o mariposas que revoloteaban sobre un lecho de flores. Aunque no hablaba con ellos, sentía que la naturaleza entera compartía su misterio. Admiraba la manera en que todo crecía y se transformaba, y pensó que su cabecita de pasto formaba parte de aquel gran tapiz viviente.

Poco antes del mediodía, Sami cayó en cuenta de que sus reservas de agua se estaban por acabar. Su regadera estaba casi vacía y el sol castigaba con furia. Sintió un nudo de preocupación en el pecho: ¿qué pasaría si no encontraba pronto un arroyo o una fuente de agua? Pero entonces recordó lo que su madre le dijo una vez: “La responsabilidad no se mide en kilos de agua, sino en la voluntad de buscar lo necesario”. Con esa idea en mente, se adentró un poco más en el bosque, con paso firme y decidido.

Tras cruzar un puente de madera y sortear troncos caídos, llegó a la orilla de un arroyo cristalino. El agua burbujeaba entre las piedras y producía un sonido tan suave que Sami lo comparó con una nana. Sin perder tiempo, llenó su regadera hasta el borde y se acercó a su cabecita de pasto. Al ver cómo cada brizna absorbía el agua con ansia, sintió una profunda gratitud: aquel arroyo le había enseñado que, cuando uno se esfuerza por lo que necesita, la vida responde con generosidad.

De regreso a casa, con los pasos ya más ligeros, observó cómo la luz del atardecer pintaba de dorado las hojas de los árboles. Sami comprendió que aquella aventura le había dejado algo más que un suministro de agua: le había dado confianza en sus propias capacidades. Volvió a regar su pasto antes de cenar, suave y pacientemente, sabiendo que cada gesto de cuidado contaba.

Esa noche, mientras la luna asomaba tímida desde el cielo estrellado, Sami reflexionó sobre su día. Se sentía feliz y orgulloso de haber cumplido con su labor de jardinero. Guardó su regadera cerca de la ventana para que la brisa nocturna la refrescara y se durmió pensando en cuánto había crecido, no solo su hierba, sino también su corazón.

Al día siguiente, Sami decidió aplicar aquella responsabilidad que había aprendido a otras pequeñas tareas. Ordenó sus juguetes antes de salir a jugar, apiló sus bloques con cuidado y recogió los papeles que había usado para colorear. Cada vez que terminaba una actividad, se acordaba de regar su césped mágico; así, fue descubriendo que, con constancia, cualquier cosa puede mantenerse hermosa y fuerte.

Los días se convirtieron en semanas, y la cabecita de pasto de Sami floreció con diminutas flores amarillas que chispeaban al amanecer. Aquellas florecillas le recordaban la promesa de la vida: que todo aquello que se cultiva con amor y responsabilidad, florece y alimenta la alegría. Sami, orgulloso de su particular jardín, aprendió que la responsabilidad no es una carga: es un regalo que uno se hace a sí mismo para crecer día a día.

La historia de Sami se convirtió en un secreto que él compartía solo con el viento y las miradas cómplices de los pajarillos. Cada vez que alguien preguntaba cómo lograba mantener tan verde su pasto, él simplemente sonreía y señalaba su corazón, como diciendo que la verdadera semilla de la responsabilidad está dentro de uno mismo.

Así transcurrieron muchas estaciones: llegó la primavera con una explosión de mariposas, el verano con sus días largos y calurosos, el otoño con su manto de hojas doradas y el invierno con su manto de escarcha. Sami nunca dejó de regar su cabecita de pasto, porque aprendió que la responsabilidad es un hábito que florece sin importar la estación.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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