Cuentos de Amistad

La Vida de Aleia

Lectura para 2 años

Tiempo de lectura: 5 minutos

Español

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Había una vez una niña llamada Aleia. Desde el momento en que nació, Aleia llenó de alegría a su familia. Sus padres, María y Óscar, estaban tan felices de tenerla que no podían dejar de mirarla con ternura mientras dormía en su cuna, con sus pequeños ojos cerrados y sus manitas suaves.

Aleia era una bebé curiosa y risueña. Le gustaba mirar todo lo que la rodeaba, y pronto empezó a reconocer las caras de sus abuelos: Felipe, Lola, Mari y Jesús. Los cuatro abuelos adoraban a su nieta y competían por hacerla reír. Lola le cantaba canciones dulces, Felipe la levantaba en el aire como si fuera un avión, Mari le enseñaba aplaudir y Jesús siempre le traía juguetes coloridos.

Cada día, Aleia aprendía algo nuevo. Sus primeros meses estuvieron llenos de descubrimientos: la textura de su mantita, el sonido de las campanitas que colgaban sobre su cuna, y el rostro sonriente de sus padres que siempre estaban a su lado. Con el tiempo, Aleia comenzó a sentarse por sí sola, a gatear por toda la casa y a reírse cada vez que su papá Óscar le hacía cosquillas en la barriga.

Cuando Aleia cumplió un añito, toda la familia se reunió para celebrar. Estaban allí sus abuelos, sus tías Xiomara y Patricia, y también sus primos Gael y Eirín. Los primos mayores ya corrían y jugaban, y a Aleia le encantaba verlos, queriendo unirse a sus travesuras.

Sus primeros pasos llegaron poco después. Un día, mientras jugaba en el jardín con su mamá, Aleia se soltó de las manos de María y, con un poco de tambaleo, dio sus primeros pasos sola. Fue un momento mágico para todos. Sus abuelos aplaudieron emocionados, y María, con lágrimas de alegría en los ojos, abrazó a su pequeña niña.

A medida que Aleia seguía creciendo, la familia la rodeaba con cariño y cuidados. Sus abuelos la llevaban a pasear por el parque, donde podía correr detrás de las mariposas y mirar los patitos en el estanque. Sus tías Xiomara y Patricia siempre la llenaban de abrazos y le compraban vestidos bonitos, mientras que sus primos Gael y Eirín la enseñaban a jugar con bloques y muñecos.

Cuando Aleia cumplió dos años, llegó el momento de ir a la guardería. Aunque al principio se sintió un poco asustada, pronto descubrió lo divertida que era. Allí conoció a otros niños con los que podía compartir sus juegos. Todos los días aprendía nuevas palabras y canciones, y a menudo volvía a casa cantando o contando alguna historia de sus amigos.

Uno de sus compañeros favoritos era un niño llamado Matías, que siempre compartía sus juguetes con ella. Juntos construían torres de bloques y hacían castillos de arena en el patio de la guardería. Gracias a la guardería, Aleia aprendió la importancia de la amistad y de compartir con los demás.

Mientras Aleia seguía creciendo, se daba cuenta de cuánto la querían todos a su alrededor. Su mamá María siempre estaba allí para abrazarla y consolarla cuando se sentía triste, y su papá Óscar la levantaba en el aire, haciéndola reír hasta que casi no podía respirar de tanta felicidad.

Cuando Aleia cumplió tres años, sus padres decidieron llevarla por primera vez al colegio. Aleia estaba un poco nerviosa, pero también emocionada por todo lo que iba a aprender. Sabía que sus abuelos, tías y primos la apoyarían siempre, y que, sin importar cuántos nuevos amigos hiciera, su familia siempre estaría a su lado.

Aleia vivía sus días llena de amor, rodeada de personas que la cuidaban y la hacían sentir especial. Y aunque a veces era difícil ser la más pequeña, sabía que siempre tendría a su familia para guiarla, enseñarle y jugar con ella.

La vida de Aleia era una aventura llena de risas, descubrimientos y, sobre todo, mucha, mucha amistad. Cada día era una oportunidad para aprender algo nuevo y conocer más sobre el mundo que la rodeaba. Uno de los momentos más especiales en su vida fue cuando sus abuelos Felipe y Lola la llevaron a un parque nuevo que estaba lleno de columpios, toboganes y un estanque donde nadaban patitos.

Aleia corría feliz por el parque, emocionada por todo lo que veía. Su abuelo Felipe la empujaba en el columpio, mientras ella gritaba de alegría cada vez que subía alto. “¡Más alto, abuelo! ¡Más alto!”, decía, riendo sin parar. Mientras tanto, su abuela Lola la seguía con una sonrisa tierna, asegurándose de que Aleia estuviera bien y disfrutando cada minuto.

Después de jugar un buen rato, se sentaron junto al estanque a mirar los patitos. Aleia estaba fascinada por cómo nadaban, moviendo sus patitas en el agua. “¿Puedo tener un patito, abuelo?”, preguntó, señalando a uno que se acercaba. Felipe se rió y le explicó que los patitos vivían en el agua, pero que siempre podían volver a verlos cuando quisieran.

De regreso a casa, Aleia no podía esperar para contarle a su mamá y a su papá todo lo que había vivido en el parque. Cuando llegaron, corrió hacia ellos y comenzó a hablar sin parar sobre los columpios, los toboganes y, por supuesto, los patitos. Su papá Óscar la escuchaba con paciencia, mientras su mamá María le daba un gran abrazo.

A medida que pasaban los días, Aleia seguía disfrutando de muchas aventuras. A veces, sus tías Xiomara y Patricia la llevaban a pasear por el campo. Le encantaba correr entre las flores y recoger las más bonitas para llevárselas a su mamá. “Mira, mamá, estas flores son para ti”, decía con una gran sonrisa mientras le daba un ramo lleno de colores.

Los fines de semana, Aleia pasaba mucho tiempo con sus primos Gael y Eirín. Los tres juntos formaban un equipo imparable. Construían castillos de arena, hacían carreras en el jardín y organizaban pequeños teatros donde inventaban historias de princesas, dragones y caballeros. Gael, que era el mayor, siempre hacía de dragón feroz, mientras que Eirín y Aleia se turnaban para ser las princesas valientes que lo derrotaban con su ingenio y coraje.

Una de sus aventuras favoritas fue cuando, un día soleado, los primos decidieron hacer una búsqueda del tesoro en el jardín de los abuelos. Abuela Mari, que siempre les ayudaba a inventar juegos, había escondido pequeños cofres llenos de golosinas por todo el jardín. Con un mapa en mano y mucha imaginación, los tres se lanzaron a la aventura.

«¡Por aquí!», gritaba Gael, corriendo hacia un arbusto donde encontró el primer cofre lleno de chocolates. «¡Aquí hay otro!», exclamaba Eirín mientras desenterraba un tesoro de caramelos bajo un árbol. Aleia, siempre atenta, fue la que descubrió el último cofre, escondido en un rincón del jardín lleno de flores. Saltó de alegría al abrirlo y encontrar dulces de todos los colores.

Después de su gran aventura, los tres se sentaron en el césped a disfrutar de su recompensa, riendo y compartiendo los dulces que habían encontrado. En esos momentos, Aleia se daba cuenta de lo afortunada que era por tener una familia tan especial y tantos amigos con quienes compartir sus días.

Cuando Aleia cumplió tres años, fue un momento muy emocionante. Sus padres organizaron una gran fiesta de cumpleaños en el jardín de casa. Estaban todos sus seres queridos: sus abuelos, sus tías, sus primos y, por supuesto, sus amigos de la guardería. Había globos de colores, una gran piñata en forma de estrella, y un pastel gigante decorado con flores y mariposas, que era lo que más le gustaba a Aleia.

Durante la fiesta, Aleia se divirtió mucho jugando con sus amigos. Corrían, bailaban y cantaban canciones que habían aprendido en la guardería. La abuela Lola, siempre tan cariñosa, organizó un juego de escondidas, y Aleia fue la primera en encontrar a todos. «¡Te encontré, Gael!», gritó, saltando de alegría cuando descubrió a su primo escondido detrás de un árbol.

Cuando llegó el momento de soplar las velas, Aleia pidió un deseo muy especial: «Deseo que todos mis días estén llenos de aventuras y felicidad». Luego, con ayuda de su mamá y su papá, sopló las tres velitas mientras todos aplaudían.

Al final de la fiesta, mientras el sol comenzaba a ponerse, Aleia se sentó en el regazo de su papá, con una sonrisa tranquila. Sabía que, aunque había tenido muchas aventuras, aún le esperaban muchas más. Con su familia a su lado, cada día era una nueva oportunidad para reír, aprender y disfrutar de todo lo que la vida tenía para ofrecerle.

Los días de Aleia estaban llenos de amor, amistad y momentos inolvidables. Sabía que, mientras estuviera rodeada de las personas que la querían, siempre sería feliz, y eso la hacía sentirse la niña más afortunada del mundo.

Y así, Aleia siguió creciendo, descubriendo nuevas aventuras y compartiendo su felicidad con todos los que la rodeaban.

Fin.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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