En un pequeño y acogedor hogar, donde el amor se palpaba en cada rincón, vivía una familia compuesta por tres personas: Ernesto, un padre dedicado y protector con pelo castaño y una suave barba; Isabel, una madre cariñosa y comprensiva de cabellos rubios que iluminaban cada espacio que tocaban; y Ernest, su hijo de 6 años, cuya inocencia y alegría llenaban de vida su hogar.
Ernesto, a pesar de sus múltiples responsabilidades, siempre encontraba tiempo para su familia. Sus jornadas laborales eran largas, pero el amor por Isabel y Ernest le daba la fuerza necesaria para enfrentar cada día con una sonrisa.
Isabel, por su parte, se desvivía por su familia. Su mundo giraba alrededor de Ernest y Ernesto, y encontraba su mayor felicidad en los momentos compartidos, en las risas contagiosas de su hijo y en las miradas cómplices con su esposo.
Ernest, aunque pequeño, tenía un gran corazón. Su mundo era simple: amor, juegos y aprendizaje. Admiraba a su padre por encima de todo y esperaba con ansias los momentos en que podía jugar con él. A su lado, se sentía el niño más afortunado del mundo.
El día del padre se acercaba, y Ernest quería encontrar el regalo perfecto para Ernesto. Quería algo que expresara todo el amor y la admiración que sentía por él, algo más significativo que cualquier juguete o prenda de vestir.
Isabel, conocedora del dilema de su hijo, le sugirió que el mejor regalo podría ser algo hecho por él mismo. «Tu papá valorará cualquier cosa que le des, especialmente si viene de ti, con amor», le dijo con dulzura.
Inspirado por las palabras de su madre, Ernest decidió crear una tarjeta de felicitación con sus propias manos. Pasó días dibujando y coloreando, esforzándose por hacerla perfecta. Quería que la tarjeta reflejara lo especial que era su padre para él.
El día del padre llegó, y con él, la emoción de Ernest por entregar su regalo. Cuando Ernesto volvió a casa, cansado pero siempre con una sonrisa, Ernest corrió hacia él con la tarjeta escondida detrás de su espalda.
«¡Feliz día del padre!» Gritó Ernest, mientras extendía la tarjeta hacia Ernesto. Isabel observaba la escena, su corazón rebosante de amor por su familia.
Ernesto recibió la tarjeta, y al abrirla, sus ojos se llenaron de lágrimas. No eran solo los dibujos coloridos o las palabras torpemente escritas lo que lo conmovió, sino el amor puro e incondicional que esas líneas torcidas representaban.
«Es el mejor regalo que he recibido jamás», dijo Ernesto, abrazando a su hijo con toda la fuerza y el amor del mundo. «No hay nada en este mundo más valioso para mí que tú y tu mamá».
Ese día, la familia compartió momentos de alegría y amor, recordándoles que los regalos más valiosos no siempre son los más caros o los más grandes, sino aquellos que se dan con amor y sinceridad.
Con el tiempo, Ernest creció, y aunque los intereses y las circunstancias de la vida cambiaron, el amor y la unidad familiar permanecieron inalterables. Ese día del padre se convirtió en un recuerdo precioso, un símbolo de los lazos indestructibles que unían a la familia.
Ernesto, Isabel y Ernest continuaron creando memorias, cada una tan especial como aquella tarjeta de día del padre. Y en cada desafío o celebración, recordaban la importancia de estar juntos, de apoyarse y amarse incondicionalmente.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.