En un pequeño pueblo junto al mar, donde siempre brillaba el sol y la brisa olía a sal y a aventuras, vivía un pescador. Este pescador era un hombre amable y fuerte, conocido por todos en el pueblo por su habilidad para pescar los peces más grandes y sabrosos. Vivía en una casita de madera cerca de la orilla, junto a su esposa, una mujer dulce y trabajadora que siempre lo esperaba con una sonrisa y una comida caliente cuando regresaba del mar.
Cada mañana, muy temprano, el pescador se levantaba, tomaba su red y su caña de pescar, y se dirigía al mar. Se subía a su pequeño bote y remaba mar adentro, donde las olas eran suaves y el agua clara como un cristal. Allí lanzaba su red y esperaba pacientemente a que los peces se acercaran. Siempre volvía a casa con una buena pesca, y su esposa cocinaba deliciosos platillos que llenaban su hogar de un aroma irresistible.
Pero un día, algo diferente ocurrió. Era una mañana como cualquier otra; el pescador había salido al mar con su bote y había lanzado su red. El sol brillaba en el cielo y todo parecía normal. Sin embargo, cuando el pescador comenzó a recoger su red, notó que algo extraño se movía dentro. Al levantarla, descubrió un pez como nunca antes había visto.
Era un pez muy feo, con escamas de colores extraños y ojos saltones que parecían mirar en diferentes direcciones. Su boca era grande y torcida, y sus aletas eran desiguales y un poco torpes. El pescador, acostumbrado a ver todo tipo de peces, no pudo evitar sentirse intrigado por esa criatura tan rara.
«¿Qué clase de pez será este?», se preguntó el pescador mientras lo observaba más de cerca. No sabía si debía llevarlo a casa o devolverlo al mar. Pero su curiosidad fue más fuerte, y decidió llevar al extraño pez a casa para mostrarlo a su esposa.
Cuando llegó a la orilla, la esposa del pescador lo estaba esperando, como siempre. Pero en cuanto vio el pez que su marido traía, sus ojos se iluminaron con una mezcla de sorpresa y reconocimiento.
«¡Oh! ¡Ese es un Tramboyo!», exclamó ella con una sonrisa.
«¿Un Tramboyo? ¿Qué es eso?» preguntó el pescador, más intrigado que nunca.
«El Tramboyo es un pez muy especial», explicó la esposa del pescador mientras lo observaba con cuidado. «Es feo, sí, pero tiene algo mágico en su interior. Se dice que los Tramboyos traen suerte a quienes los encuentran, y que pueden cumplir deseos si los cuidas bien.»
El pescador no podía creer lo que oía. ¿Un pez que cumplía deseos? Eso sonaba como un cuento de hadas. Sin embargo, algo en la manera en que su esposa hablaba le hizo pensar que tal vez, solo tal vez, había algo de verdad en esa historia.
«¿Y qué hacemos con él?», preguntó el pescador, aún sin estar seguro de qué hacer.
«Deberíamos llevarlo a casa y cuidarlo», sugirió su esposa. «Tal vez tengamos suerte y nos conceda un deseo.»
Así que el pescador y su esposa llevaron al Tramboyo a su casa. Lo pusieron en una gran pecera que tenían en la sala y le dieron de comer. El Tramboyo nadaba de un lado a otro, moviendo sus torpes aletas y mirando con sus ojos saltones todo a su alrededor.
Los días pasaron, y el pescador y su esposa se acostumbraron a tener al Tramboyo en casa. Aunque seguía siendo un pez muy feo, comenzaron a encariñarse con él. El Tramboyo parecía feliz en su nueva pecera, y su presencia llenaba la casa de una extraña pero agradable sensación de esperanza.
Un día, mientras el pescador estaba sentado junto a la pecera, observando al Tramboyo nadar, recordó la historia que su esposa le había contado sobre los deseos. Sonrió para sí mismo y, un poco en broma, decidió pedir un deseo.
«Tramboyo, Tramboyo, si realmente tienes poderes mágicos, me gustaría que mañana mi red esté llena de los peces más grandes y sabrosos que hayas visto», dijo el pescador, riendo.
A la mañana siguiente, como siempre, el pescador salió al mar con su bote y lanzó su red. No esperaba que ocurriera nada diferente, pero cuando comenzó a recoger la red, sintió que estaba mucho más pesada de lo normal. Tiró con todas sus fuerzas y, para su asombro, la red estaba llena de los peces más grandes y hermosos que jamás había visto. No lo podía creer.
«¡Esto es increíble!», exclamó el pescador, mientras miraba los peces en su bote. Recordó su deseo de la noche anterior y no pudo evitar pensar que el Tramboyo tenía algo que ver con su suerte.
Volvió a casa muy emocionado y le contó a su esposa lo que había ocurrido. Ella lo escuchó con atención y, al final, sonrió.
«Te lo dije, querido. El Tramboyo es un pez especial», dijo ella. «Tal vez deberías pedir otro deseo.»
El pescador, todavía asombrado por lo que había pasado, decidió probar suerte otra vez. Esa noche, mientras el Tramboyo nadaba tranquilamente en su pecera, el pescador se acercó y le susurró un nuevo deseo.
«Tramboyo, Tramboyo, si realmente eres mágico, me gustaría que mañana encuentre una perla en una ostra», dijo, recordando cómo de niño soñaba con encontrar una perla para su madre.
A la mañana siguiente, el pescador salió de nuevo al mar. Lanzó su red y, mientras la recogía, notó algo extraño. Entre los peces y las algas, había una ostra grande y brillante. La recogió con cuidado, y cuando la abrió, ahí estaba: una hermosa perla blanca, perfecta y reluciente.
El pescador estaba completamente maravillado. Sabía que no podía ser solo coincidencia; el Tramboyo debía tener poderes mágicos. Llevó la perla a su esposa, quien la sostuvo en sus manos con una sonrisa.
«Es más hermosa de lo que imaginé», dijo ella, admirando la perla. «Deberíamos estar agradecidos con el Tramboyo.»
El pescador asintió, consciente de la suerte que había tenido desde que encontró al extraño pez. Decidió que no pediría más deseos por un tiempo, para no abusar de la bondad del Tramboyo.
Sin embargo, la curiosidad del pescador no podía dejar de crecer. Se preguntaba si el Tramboyo tenía algún límite, o si realmente podía conceder cualquier deseo que él pidiera. Pasaron los días, y aunque trató de resistir la tentación, finalmente no pudo más.
Una noche, mientras el Tramboyo nadaba en la pecera, el pescador se acercó una vez más. Esta vez, su deseo era mucho más grande.
«Tramboyo, Tramboyo, si realmente puedes conceder deseos, me gustaría que mi esposa y yo vivamos en una casa grande y hermosa, con un jardín lleno de flores y un estanque donde tú puedas nadar libremente», pidió, imaginando la casa de sus sueños.
A la mañana siguiente, cuando el pescador y su esposa se despertaron, no podían creer lo que veían. Su pequeña casa de madera se había transformado en una gran mansión, con habitaciones espaciosas, ventanales que dejaban entrar la luz del sol y un jardín que parecía sacado de un cuento de hadas. En medio del jardín, había un estanque cristalino, y en él nadaba el Tramboyo, moviendo sus aletas con gracia.
El pescador y su esposa estaban extasiados. No sabían cómo agradecerle al Tramboyo por lo que había hecho por ellos. La vida en la nueva casa era perfecta, y cada día era una nueva aventura en su jardín lleno de flores y colores.
Sin embargo, con el tiempo, el pescador comenzó a darse cuenta de algo. Aunque habían conseguido todo lo que siempre habían deseado, algo faltaba. Ya no sentía la misma emoción al salir a pescar, y las charlas con su esposa, antes llenas de sueños y deseos, se habían vuelto más calladas. Tenían todo lo que podían querer, pero el pescador sentía un vacío que no sabía cómo llenar.
Un día, mientras observaba al Tramboyo nadar en el estanque, se dio cuenta de lo que estaba pasando. Se habían vuelto tan dependientes de los deseos del Tramboyo, que habían olvidado disfrutar de las pequeñas cosas que antes les hacían felices: la simplicidad de su vida en la pequeña casa, el placer de trabajar juntos y el amor que compartían.
Esa noche, el pescador se acercó al estanque y habló con el Tramboyo una última vez.
«Tramboyo, Tramboyo», dijo en voz baja, «te estoy muy agradecido por todo lo que has hecho por nosotros. Nos has dado mucho más de lo que podríamos haber soñado. Pero ahora entiendo que la verdadera felicidad no viene de tener todo lo que queremos, sino de valorar lo que ya tenemos. Mi deseo es que vuelvas a ser libre, que nades en el mar y vivas tu vida como tú quieras.»
Al día siguiente, el pescador y su esposa llevaron al Tramboyo al mar. Lo dejaron en el agua, y el pez, con un último movimiento de sus aletas torpes, desapareció en las profundidades del océano. El pescador y su esposa se quedaron en la orilla, observando el horizonte con una mezcla de tristeza y alivio.
Regresaron a su gran casa, pero ahora, con una nueva perspectiva. Comenzaron a valorar las pequeñas cosas de nuevo: las flores que crecían en su jardín, las conversaciones al atardecer y la compañía mutua. Se dieron cuenta de que no necesitaban más deseos para ser felices; ya lo eran, simplemente por estar juntos.
Y así, la vida continuó en el pequeño pueblo junto al mar. Aunque el pescador y su esposa ya no tenían al Tramboyo, habían aprendido una valiosa lección: la verdadera magia no está en lo que podemos conseguir, sino en lo que ya tenemos y en cómo lo apreciamos.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.