Nicolás era un niño muy curioso y siempre estaba lleno de energía. Cada verano, él y sus padres iban a visitar a los abuelos a su hermosa finca en el campo. A Nicolás le encantaba la finca porque siempre había algo nuevo que descubrir: los árboles altos, los campos verdes, y sobre todo, los animalitos que vivían allí. Pero lo que más le gustaba era pasar tiempo con su abuelo y su abuela, quienes le contaban historias increíbles y lo llevaban a explorar cada rincón del lugar.
Una mañana soleada, cuando el cielo estaba azul y el viento soplaba suavemente, Nicolás despertó muy emocionado. Era el primer día de sus vacaciones en la finca, y sabía que lo esperaban muchas aventuras. Saltó de la cama, se puso sus zapatillas y corrió hacia la cocina, donde el abuelo y la abuela ya lo estaban esperando con una sonrisa y un desayuno delicioso.
—¡Buenos días, campeón! —dijo el abuelo mientras le revolvía el cabello con cariño.
—Buenos días, abuelito, abuelita —respondió Nicolás, mientras mordía una tostada con mantequilla—. ¿Qué vamos a hacer hoy?
—Hoy tenemos una sorpresa para ti —dijo la abuela, guiñándole un ojo—. Pero primero, tienes que terminar tu desayuno.
Nicolás comió rápidamente, ansioso por descubrir cuál era la sorpresa. Después del desayuno, el abuelo lo llevó de la mano hasta el granero, que estaba rodeado de flores de todos los colores y árboles frondosos.
—Mira quién ha venido a vivir con nosotros —dijo el abuelo mientras abría la puerta del granero.
Nicolás no podía creer lo que veía. Frente a él, una pequeña perrita marrón de ojos brillantes le movía la cola con entusiasmo. La perrita se llamaba Luna, y desde el primer momento, Nicolás y Luna se hicieron inseparables. La perrita saltaba de alegría mientras Nicolás corría por el campo, y juntos jugaban a perseguirse entre los árboles.
Pero las sorpresas no terminaban ahí. Cuando Nicolás estaba jugando con Luna cerca del gallinero, escuchó un pequeño piar. Al acercarse, vio un diminuto pollito amarillo que caminaba torpemente detrás de una de las gallinas. Nicolás lo recogió con cuidado y lo acarició.
—Este pollito acaba de nacer —le explicó la abuela, que se había acercado para verlo—. Aún es muy pequeño, pero parece que ya le caes bien.
Nicolás sonrió y decidió llamar al pollito «Pío», porque su piar era muy dulce y gracioso. Ahora, no solo tenía a Luna como compañera de juegos, sino también al pequeño Pío, que lo seguía a todas partes mientras movía sus alitas.
Cada día en la finca era una nueva aventura para Nicolás. Una tarde, mientras paseaba con su abuelo, este le contó una historia sobre el gran árbol que estaba en medio del campo.
—Este árbol —dijo el abuelo, señalando un roble enorme— tiene cientos de años. Dicen que si cierras los ojos y escuchas atentamente, puedes oír las historias que sus hojas susurran cuando el viento sopla.
Intrigado, Nicolás se sentó bajo el árbol y cerró los ojos. El viento comenzó a soplar suavemente, y por un momento, Nicolás sintió como si pudiera escuchar los susurros del árbol, contando historias de tiempos pasados, de animales que vivieron en la finca y de aventuras que ocurrieron mucho antes de que él naciera. Era un lugar mágico, y Nicolás sabía que siempre sería su rincón especial.
Un día, mientras jugaban en el campo, Luna empezó a ladrar y correr hacia los matorrales. Nicolás la siguió, curioso por saber qué había encontrado. Para su sorpresa, detrás de los arbustos, había un pequeño arroyo con agua cristalina. El agua brillaba bajo el sol, y Nicolás decidió quitarse los zapatos y meter los pies en el arroyo. El agua estaba fresca y suave, y tanto él como Luna disfrutaron de chapotear y refrescarse bajo el calor del verano.
Pío, que siempre lo seguía a todas partes, también intentó meterse en el agua, pero sus patitas eran tan pequeñas que solo mojaba la orilla. Nicolás reía al ver cómo el pollito intentaba imitarlo. Después de un rato, se sentaron en la orilla, mirando cómo el agua corría río abajo.
A medida que pasaban los días, Nicolás aprendía muchas cosas nuevas. El abuelo le enseñó a plantar semillas en el huerto, y juntos cuidaban las plantas mientras crecían. La abuela le mostró cómo recoger los huevos frescos del gallinero y cómo hacer deliciosas galletas con ellos. Nicolás también descubrió que la finca estaba llena de pequeños animales, como conejos que saltaban entre los arbustos y pájaros que cantaban desde las ramas de los árboles.
Pero no todo era fácil en la finca. Una mañana, Nicolás y su abuelo se despertaron con un problema. Algo había estado merodeando por el gallinero durante la noche, y algunas gallinas estaban nerviosas. El abuelo sospechaba que un zorro había estado rondando.
—Vamos a tener que estar atentos esta noche —dijo el abuelo, mientras preparaba una linterna y un par de sillas para sentarse cerca del gallinero.
Nicolás estaba emocionado por la idea de hacer una «guardia nocturna» con el abuelo. Esa noche, se sentaron en silencio, observando el gallinero y escuchando los sonidos del campo. Luna estaba a su lado, alerta, y Pío dormía plácidamente en una pequeña caja de paja que le habían preparado.
De repente, en medio de la oscuridad, vieron una sombra moverse cerca de las gallinas. Nicolás contuvo el aliento mientras el abuelo encendía la linterna. Para su sorpresa, no era un zorro, sino un pequeño tejón que había venido a buscar comida. El abuelo sonrió y dijo:
—No te preocupes, Nicolás. Los tejones no son peligrosos. Solo están buscando algo para comer. Mañana nos aseguraremos de que el gallinero esté bien cerrado para que no entre nadie más.
Después de esa noche, Nicolás se sintió aún más conectado con la naturaleza y con los animales de la finca. Aprendió que todos los animales tenían su lugar en el campo, y que era importante cuidar de ellos y respetar su espacio.
Con el paso del tiempo, las vacaciones de Nicolás en la finca de los abuelos fueron llegando a su fin, pero él no se sentía triste. Había vivido tantas aventuras y aprendido tantas cosas que sabía que esos recuerdos lo acompañarían siempre. Y lo mejor de todo, sabía que cada verano podría regresar para seguir explorando y descubriendo más secretos de la finca.
Antes de despedirse, el abuelo le dio un regalo muy especial: una pequeña caja de madera.
—Aquí puedes guardar las piedras, hojas o cualquier otro tesoro que encuentres en tus próximas aventuras —le dijo el abuelo con una sonrisa.
Nicolás guardó la caja con cuidado, sabiendo que la llenaría con recuerdos de cada nueva aventura que viviera en la finca.
Conclusión:
Así terminó otro verano en la finca de los abuelos, lleno de risas, juegos y descubrimientos. Nicolás, Luna y Pío habían vivido muchas aventuras juntos, y aunque era momento de regresar a casa, sabía que siempre habría un lugar especial para él en el campo. La finca, con sus misterios, animales y el amor de los abuelos, siempre lo estaría esperando para la próxima aventura. Y así, Nicolás se fue con una sonrisa, soñando con las nuevas historias que el viento del viejo roble le contaría la próxima vez.
Cuentos cortos que te pueden gustar
El último regalo de Farinelli
Drogo y el vuelo perdido
Benja y Corazoncito: Aventuras de un Gran Día
Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.