Andrés y Lucía vivían en una pequeña casa de ladrillos, rodeada de flores coloridas y un jardín que siempre brillaba bajo el sol. Cada rincón de su hogar estaba lleno de risas y juegos, pero lo que más destacaba en sus vidas era su gato, Mandarina. A pesar de lo que su nombre podría sugerir, Mandarina no era de color naranja; era un gato gris, con ojos grandes y brillantes, que parecían siempre estar buscando algún misterio por resolver. Su ronroneo era tan fuerte que parecía el motor de un cochecito, y cada vez que se acurrucaba junto a ellos, el sonido les traía calma.
Pero había algo extraño en Mandarina. Aunque era muy cariñoso durante el día, cuando llegaba la noche, siempre desaparecía. Andrés y Lucía lo veían saltar por la ventana y perderse en la oscuridad del jardín. Al principio, pensaron que era simplemente un gato aventurero que disfrutaba de la libertad nocturna. Sin embargo, lo más curioso de todo era que cada mañana Mandarina volvía con algún objeto raro. A veces traía plumas exóticas, otras veces cintas de colores, e incluso un día regresó con una moneda antigua que parecía tener cientos de años.
La curiosidad empezó a crecer en Andrés y Lucía. ¿Adónde iba Mandarina cada noche? ¿Y de dónde sacaba todos esos objetos tan extraños? Una noche, después de cenar, Lucía observó cómo Mandarina se preparaba para salir por la ventana como de costumbre.
—¿A dónde irá todas las noches? —se preguntó en voz alta.
Andrés, que estaba tan intrigado como su hermana, respondió con decisión:
—Esta vez no lo dejaremos ir solo. Vamos a seguirlo y resolver el misterio de Mandarina.
Se prepararon en silencio. Andrés se puso su chaqueta favorita, mientras Lucía se abrigó con una sudadera con capucha. No querían hacer ruido para no alertar al gato. Cuando Mandarina salió por la ventana y desapareció entre los arbustos, los dos niños lo siguieron con sigilo.
La luna iluminaba el jardín con una luz suave, y las estrellas brillaban en el cielo como pequeños puntos de luz. Mandarina avanzaba con pasos ágiles, cruzando el jardín y adentrándose en el bosque que rodeaba la casa. Andrés y Lucía lo siguieron, manteniéndose a una distancia prudente para no ser descubiertos.
El gato caminaba con una seguridad sorprendente, como si conociera cada rincón del bosque. Lucía intentaba no pisar ninguna ramita para no hacer ruido, mientras Andrés la seguía de cerca, emocionado por la aventura.
Después de unos minutos de caminar entre árboles y arbustos, Mandarina llegó a un claro en el bosque. En el centro del claro había una pequeña cueva, apenas visible entre las sombras. Sin dudarlo, Mandarina se escabulló dentro.
—¿Una cueva? —susurró Lucía, con los ojos muy abiertos—. Nunca habíamos visto esto antes.
—Debe ser el escondite de Mandarina —dijo Andrés, mirando la cueva con curiosidad—. Vamos a ver qué hay adentro.
Con cuidado, los dos se acercaron a la entrada de la cueva. El interior era oscuro, pero al fondo, algo brillaba tenuemente. Era como una pequeña luz que parpadeaba débilmente, como si estuviera esperando a que alguien la descubriera.
—¿Qué será eso? —preguntó Lucía, entre emocionada y asustada.
—Solo hay una forma de saberlo —respondió Andrés, mientras avanzaba lentamente hacia la luz.
Al llegar al fondo de la cueva, descubrieron una escena increíble. Había un pequeño montículo cubierto de objetos brillantes: monedas antiguas, joyas, plumas de colores y todo tipo de cosas extrañas que Mandarina había ido recolectando en sus aventuras nocturnas. Y en el centro del montículo, descansaba un medallón dorado, que emitía un suave resplandor.
—Esto es increíble —dijo Lucía, recogiendo una pluma iridiscente que cambiaba de color con la luz—. ¿De dónde habrá sacado todo esto?
Antes de que pudieran seguir explorando, escucharon un ruido detrás de ellos. Mandarina había regresado, y no estaba solo. Junto a él había un pequeño grupo de animales del bosque: un mapache, una lechuza y un zorro. Los animales miraban a Andrés y Lucía con curiosidad, pero no parecían asustados.
—Creo que hemos interrumpido una reunión secreta —susurró Andrés, divertido por la situación.
—Parece que Mandarina ha hecho amigos en el bosque —dijo Lucía—. Quizás por eso siempre vuelve con cosas nuevas. ¡Sus amigos le ayudan a recolectarlas!
Mandarina caminó hasta el centro de la cueva y se sentó junto al medallón dorado. Parecía querer mostrarles algo. Andrés y Lucía se acercaron y, con cuidado, tocaron el medallón. De repente, una luz brillante llenó la cueva, y los dos niños sintieron un extraño cosquilleo en las manos.
—¿Qué está pasando? —preguntó Lucía, sorprendida.
La luz se desvaneció, y cuando abrieron los ojos, se dieron cuenta de que estaban en un lugar completamente diferente. Ya no estaban en la cueva, sino en un campo verde, lleno de flores gigantes y árboles que parecían tocar las nubes. Los animales que antes estaban en la cueva ahora corrían libremente por el campo, y Mandarina caminaba delante de ellos, guiándolos.
—Esto es… increíble —dijo Andrés, sin poder creer lo que veía—. Es como un mundo mágico.
Mandarina los llevó a través del campo hasta un gran árbol dorado que se alzaba en el centro. Alrededor del árbol había más animales, todos diferentes y exóticos. Había ciervos con cuernos brillantes, pájaros de colores que cambiaban cada vez que batían las alas, y mariposas tan grandes como sus manos.
—Este debe ser el lugar secreto de Mandarina —dijo Lucía, maravillada—. Un mundo mágico que solo él conoce.
Mandarina se detuvo frente al árbol dorado y miró a los niños. Con un suave maullido, les indicó que se acercaran. Cuando lo hicieron, el árbol dorado comenzó a brillar, y una suave voz resonó en el aire.
—Bienvenidos, guardianes de Mandarina. Habéis sido elegidos para cuidar de este mundo mágico. Solo los corazones valientes y curiosos pueden entrar aquí, y ahora, sois parte de este secreto.
Andrés y Lucía se miraron, asombrados. No sabían qué significaba ser los «guardianes de Mandarina», pero estaban emocionados por descubrirlo. Sabían que, a partir de ese día, sus vidas estarían llenas de nuevas aventuras y misterios por resolver.
Y así, Andrés, Lucía y Mandarina regresaron a su hogar, sabiendo que cada noche sería una nueva oportunidad para explorar el mundo mágico que habían descubierto. Mandarina seguía desapareciendo cada vez que caía el sol, pero ahora, Andrés y Lucía sabían exactamente adónde iba y qué aventuras les esperaban.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.