Amelia era una niña curiosa y valiente, siempre buscando nuevas aventuras. Vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas y bosques, donde cada rincón parecía guardar un secreto esperando a ser descubierto. A sus ocho años, no había árbol que no hubiera trepado ni sendero que no hubiera explorado. Sin embargo, lo que más disfrutaba era pasar el tiempo con sus dos mejores amigos: Escurrigato y Carpincho.
Escurrigato era un gato ágil y travieso, con un pelaje negro como la noche y unos ojos amarillos que brillaban con picardía. Era el compañero perfecto para las aventuras de Amelia, siempre encontrando el camino más rápido y seguro, aunque a veces también el más complicado. Su nombre lo decía todo: Escurrigato siempre encontraba la manera de escabullirse de cualquier peligro.
Por otro lado, Carpincho era un capibara grande y tranquilo. Con su pelaje marrón claro y su andar pausado, parecía la calma en persona, pero no dejaba de ser un amigo fiel y decidido. Aunque no podía trepar árboles ni correr tan rápido como Escurrigato, su fuerza y resistencia eran admirables, y siempre estaba dispuesto a ayudar a sus amigos en cualquier situación.
Un día, Amelia se despertó con una idea en mente. Había escuchado historias sobre una misteriosa cueva escondida en lo más profundo del Bosque Encantado, un lugar del que pocos habían regresado. Se decía que dentro de la cueva había un tesoro antiguo, protegido por criaturas mágicas. Amelia, con su espíritu aventurero, decidió que era el momento de descubrir ese secreto y convencer a sus amigos de acompañarla.
«Escurrigato, Carpincho, ¡tengo una nueva aventura para nosotros!», exclamó Amelia emocionada mientras se preparaban para el día.
Escurrigato, que estaba descansando en una rama baja de un árbol, saltó al suelo con gracia. «¿Qué tienes en mente esta vez, Amelia?», preguntó, moviendo sus bigotes con curiosidad.
«Vamos al Bosque Encantado», respondió Amelia. «Quiero encontrar la cueva misteriosa de la que todos hablan. ¿Quién está conmigo?».
Carpincho, que estaba mordisqueando un trozo de pasto, levantó la vista y sonrió con tranquilidad. «Si tú lo dices, Amelia, entonces debemos ir. Será una gran aventura», dijo con su voz suave y profunda.
Y así, con el sol apenas asomando sobre las montañas, los tres amigos se pusieron en marcha. El camino hacia el Bosque Encantado no era fácil. Tenían que atravesar ríos, subir colinas empinadas y cruzar praderas donde el viento soplaba con fuerza. Pero nada de eso desanimaba a Amelia, Escurrigato y Carpincho. Sabían que lo más importante de cualquier aventura era disfrutar el camino y mantenerse juntos.
El bosque era denso y vibrante, con árboles tan altos que parecían tocar el cielo. Los rayos de sol apenas lograban filtrarse entre las hojas, creando un ambiente misterioso y mágico. El aire estaba lleno del canto de los pájaros y el susurro de las hojas movidas por el viento. Todo parecía cobrar vida a su alrededor, y los tres amigos avanzaban con cautela, pero sin perder la emoción de descubrir lo que les esperaba.
Después de caminar durante horas, llegaron a un claro en medio del bosque. En el centro del claro, cubierto por enredaderas y musgo, había una enorme piedra que parecía ser la entrada a algo más. Escurrigato fue el primero en notar que algo no estaba bien. Sus orejas se movieron hacia adelante y comenzó a olfatear el aire.
«Amelia, creo que hemos llegado», dijo en voz baja, moviéndose con sigilo hacia la piedra.
Amelia se acercó y, con la ayuda de Carpincho, comenzaron a retirar las enredaderas. Después de unos minutos, descubrieron una pequeña abertura en la base de la piedra, lo suficientemente grande como para que una persona pudiera entrar.
«Esta debe ser la entrada a la cueva», dijo Amelia con determinación. «Vamos a entrar, pero con cuidado. No sabemos qué podemos encontrar».
Escurrigato, con su habitual agilidad, fue el primero en deslizarse por la abertura. Amelia lo siguió, y Carpincho, con algo de esfuerzo, logró pasar también. Al entrar, se encontraron en un túnel oscuro y frío, que descendía lentamente hacia las profundidades de la tierra.
El túnel era estrecho y sinuoso, y a medida que avanzaban, las paredes parecían estar cubiertas de extraños símbolos que brillaban débilmente en la oscuridad. Amelia los observaba con fascinación, preguntándose qué significarían. Escurrigato, que iba un poco más adelante, de vez en cuando se detenía, olfateando el aire y escuchando con atención cualquier sonido que pudiera indicar peligro.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, llegaron a una gran caverna iluminada por una luz suave que parecía emanar de las paredes mismas. En el centro de la caverna, rodeado de cristales de colores que reflejaban la luz en todas direcciones, se encontraba un cofre antiguo, cubierto de polvo y telarañas.
Amelia se acercó lentamente, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza. «Este debe ser el tesoro», murmuró, extendiendo la mano para tocar el cofre. Pero justo cuando sus dedos rozaron la madera vieja, la caverna comenzó a temblar y un rugido profundo resonó a su alrededor.
De las sombras surgió una figura imponente, una criatura mitad león y mitad dragón, con grandes alas y ojos que brillaban como brasas. La criatura los observó con atención, y aunque su apariencia era temible, no hizo ningún movimiento agresivo.
«¿Quién osa entrar en mi cueva?», preguntó la criatura con una voz profunda y resonante.
Amelia, aunque asustada, no dio un paso atrás. Sabía que debía mostrar coraje. «Somos Amelia, Escurrigato y Carpincho», respondió con firmeza. «Buscamos el tesoro que se dice está aquí, pero no queremos causar problemas».
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.