Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos cristalinos, un niño llamado Juan. Juan era un niño curioso y lleno de energía, pero había algo que no le gustaba en absoluto: aprender a leer. Tenía siete años y, a diferencia de otros niños de su edad, no le encontraba el gusto a las letras ni a las palabras. Para él, los libros eran solo objetos aburridos llenos de símbolos extraños que no tenían ningún sentido. Prefería correr por los campos, trepar árboles y jugar con su perro Toby.
Juan vivía con su hermana mayor, Ramona, y su abuela Pepita en una casita de madera que olía siempre a pan recién hecho y flores frescas. Ramona era una joven de dieciséis años, muy inteligente y cariñosa, que adoraba leer y escribir. Pasaba horas con la nariz metida en algún libro o anotando ideas en su cuaderno. Ramona entendía la importancia de aprender a leer, y aunque trataba de explicárselo a Juan, él no mostraba ningún interés.
—Juan, ¿no te gustaría poder leer cuentos por ti mismo? —le preguntaba Ramona con una sonrisa esperanzada.
—No lo necesito —respondía Juan encogiéndose de hombros—. Tú me los puedes leer, y además, prefiero estar afuera jugando.
Ramona suspiraba, sabiendo que convencer a su hermanito no sería fácil. Pero un día, mientras guardaba sus libros en su cuarto, tuvo una idea. Sabía que Juan tenía una gran imaginación y que adoraba las historias de aventuras y magia. Decidió que si podía mostrarle a Juan que leer no solo era útil, sino que también podía ser una aventura mágica, quizá lograría que cambiara de opinión.
Aquella noche, mientras la abuela Pepita preparaba la cena, Ramona se acercó a Juan con un viejo cuaderno en la mano.
—Juan, quiero contarte una historia muy especial —dijo Ramona, sentándose a su lado en el sofá—. Es una historia sobre un lugar donde las palabras cobran vida y donde aprender a leer es la clave para vivir grandes aventuras.
Juan la miró con curiosidad, pero también con un poco de escepticismo.
—Está bien, pero que no sea aburrida —dijo con un tono que mezclaba desdén y curiosidad.
Ramona sonrió y abrió el cuaderno, cuyas páginas estaban llenas de dibujos de dragones, castillos y seres fantásticos. Comenzó a narrar la historia de un reino lejano, oculto en las páginas de un libro mágico.
En ese reino vivía un niño llamado Carlos, que al igual que Juan, no quería aprender a leer. Un día, mientras exploraba el ático de su casa, encontró un libro antiguo, cubierto de polvo. Al abrirlo, las palabras comenzaron a brillar y el libro lo transportó a un mundo mágico donde todo era posible. En ese lugar, las letras flotaban en el aire, formando palabras que cobraban vida. Las palabras no solo contaban historias, sino que también podían ser usadas como herramientas para superar desafíos y resolver misterios.
Carlos se dio cuenta de que para poder sobrevivir en este mundo y encontrar el camino de regreso a casa, necesitaba aprender a leer y a entender las palabras que flotaban a su alrededor. Con cada palabra que aprendía, el mundo mágico se transformaba, revelando nuevos secretos y tesoros escondidos.
Juan, que había estado escuchando con atención, no pudo evitar sentirse intrigado.
—¿Y qué pasó después? —preguntó, olvidando su desinterés inicial.
Ramona sonrió al ver que su plan estaba funcionando.
—Carlos se encontró con un dragón que custodiaba un puente de letras —continuó Ramona—. El dragón le dijo que para cruzar el puente y seguir su camino, debía descifrar una serie de palabras. Si lo lograba, el dragón lo dejaría pasar, pero si fallaba, tendría que quedarse allí para siempre.
Juan estaba ahora completamente absorbido por la historia. Podía imaginarse a Carlos, de pie ante el imponente dragón, tratando de descifrar las palabras mágicas.
—¿Y las logró descifrar? —preguntó, ansioso por saber el desenlace.
—Carlos no lo tenía fácil —dijo Ramona—. Al principio, las letras le parecían solo un montón de garabatos, pero luego recordó lo que su madre le había enseñado sobre el abecedario. Poco a poco, comenzó a reconocer las letras y a formar palabras. Finalmente, logró descifrar todas las palabras y el dragón, sorprendido y complacido, lo dejó cruzar el puente.
Juan no pudo evitar sentirse inspirado por la valentía de Carlos. Por primera vez, se dio cuenta de que leer no era solo una tarea aburrida, sino que podía ser una herramienta poderosa, capaz de abrir puertas a mundos desconocidos y aventuras increíbles.
—Ramona, ¿crees que yo podría encontrar un libro mágico como ese? —preguntó, con los ojos brillantes.
Ramona lo miró con cariño y le dijo:
—No necesitas un libro mágico, Juan. Todos los libros son mágicos si sabes cómo leerlos. Las palabras tienen el poder de transportarte a lugares que nunca has imaginado, de enseñarte cosas nuevas y de darte la oportunidad de vivir aventuras únicas.
Esa noche, Juan no pudo dejar de pensar en la historia que su hermana le había contado. Soñó con dragones, puentes de letras y libros mágicos. A la mañana siguiente, decidió que quería aprender a leer. Ramona estaba encantada y se comprometió a enseñarle con paciencia.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.