Era un día soleado en el pequeño pueblo de Valle Verde. Los pájaros cantaban y una suave brisa acariciaba la cara de Karla, quien estaba emocionada por la aventura que había planeado con sus amigos. Karla era una niña valiente, de cabello rizado y ojos brillantes, siempre dispuesta a explorar el mundo que la rodeaba. Sus amigos, Andrés y Daniel, la acompañaban; mientras que Grizel, la hermana mayor de Karla, se ofreció a ser la encargada de cuidar a todos y llevar un poco de orden.
El grupo se reunió en la plaza del pueblo a la mañana siguiente, con mochilas llenas de bocadillos y un mapa que Daniel había dibujado. “Hoy vamos a recorrer el bosque de las Maravillas”, dijo Daniel, sonriendo con su voz entusiasta. Karla saltó de alegría mientras Andrés intentaba mantener el mapa en su sitio, aunque el viento lo hacía volar en direcciones inesperadas. Grizel, con una mirada de complicidad, sabía que eso iba a ser un día lleno de sorpresas.
Al llegar al borde del bosque, los cuatro amigos sintieron un escalofrío de emoción. La entrada estaba custodiada por un par de árboles altos y frondosos que parecían susurrar secretos a quienes se atrevían a entrar. “¿Quién quiere ser el primero?”, preguntó Karla, mirando a sus amigos con una sonrisa traviesa. “¡Yo!” exclamó Andrés mientras cruzaba la línea imaginaria que marcaba el inicio de la aventura.
Pronto, el interior del bosque los envolvió con su belleza. El suelo estaba cubierto de hojas secas, el aire olía a tierra fresca y el canto de los pájaros era como una melodía encantadora. Karla, sintiéndose intrépida, corrió adelante, siguiendo un rayo de sol que iluminaba un sendero. “¡Esperenme!”, gritó, mientras sus amigos intentaban alcanzarla.
Después de unos minutos de caminata, llegaron a un claro espectacular. Había un arroyo cristalino que serpenteaba entre rocas cubiertas de musgo, y un gran árbol con ramas que se extendían como brazos abiertos. Decidieron descansar un momento y disfrutar de los bocadillos. “Este lugar es mágico”, dijo Grizel mientras les pasaba a todos unas galletas que había hecho la noche anterior. Daniel, con la boca llena, dijo: “Me gustaría quedarme aquí todo el día”. Pero Karla, siempre en busca de más emoción, propuso explorar un poco más allá del arroyo.
Cruzaron el arroyo saltando de una piedra a otra, bajo la atenta mirada de Grizel, quien advertía sobre el riesgo de mojarse. De repente, Karla vio algo brillante a lo lejos. “¡Miren eso!”, gritó entusiasmada. Lo que parecía ser un tesoro escondido brillaba entre los arbustos. Llevada por la curiosidad, Karla corrió hacia ello, sin pensar en las posibles consecuencias de su acción.
Al acercarse, se dio cuenta de que lo que había visto era solo un viejo cofre de madera cubierto de enredaderas. “¡Vengan! ¡Miren lo que encontré!”, llamó. Cuando sus amigos lograron alcanzarla, comenzaron a intentar abrir el cofre. No había cerradura visible, y parecía que llevaba años allí, olvidado por el tiempo. “Quizás está maldito”, bromeó Daniel, pero su preocupación era evidente en su rostro.
“No hay nada de qué preocuparse”, contestó Karla y, con un empujón, la tapa se abrió de golpe. Dentro encontraron una gran cantidad de objetos extraños: piedras pulidas de colores, una brújula antigua y un mapa descolorido. Karla sacó una piedra azul brillante que parecía casi mágica. “¡Esta es increíble!”, dijo entusiasmada. Grizel frunció el ceño. “No deberíamos llevarnos cosas que no son nuestras”, advirtió.
“Pero puede ser parte de una aventura”, insistió Karla. Daniel, que era más aventurero que precavido, apoyó a Karla diciendo: “¡Vamos a investigar! Quizás el mapa nos lleve a un tesoro real”. Grizel, sabiendo lo difícil que podía ser persuadir a su hermana y sus amigos, finalmente accedió a acompañarlos, aunque aún se sentía un poco inquieta.
Sacaron el mapa y pudieron ver que había un recorrido marcado con una línea roja que se adentraba aún más en el bosque. Con cada paso que daban, la emoción iba aumentando. Mientras seguían el sendero, la atmósfera se volvía cada vez más misteriosa. Plateadas telarañas brillaban en la luz del sol, y los árboles parecían contar historias de aventuras pasadas. Andrés, que había comenzado a sentir un poco de miedo, intentó hacerse valiente. “La aventura solo acaba de comenzar”, se dijo a sí mismo.
Después de caminar un buen rato, los cuatro amigos se encontraron con un gran claro. En el centro había un enorme árbol que todos reconocieron como el Árbol de los Deseos, que se decía que concedía deseos a los viajeros valientes. “¡Vamos a hacernos un deseo!”, dijo Karla. Todos se acercaron al tronco del árbol y, con los ojos cerrados, hicieron su deseo.
Sin embargo, lo que ninguno esperaba era que, al abrir los ojos, una figura apareció detrás de ellos. Una ardilla gigante, de pelaje espeso y ojos curiosos, los miraba con gran atención. “¡Hola! Soy Squeaky, el guardián del bosque. He estado observando su aventura”, dijo la ardilla, y todos quedaron boquiabiertos. “¿Un guardián del bosque?”, preguntó Andrés con voz temblorosa.
“Sí”, respondió Squeaky mientras cruzaba sus patas. “El tesoro que buscan no será fácil de encontrar. Hay pruebas que deben superar para demostrar su valía. ¿Están listos para la aventura?”. Karla no sabía si correr de miedo o lanzarse a la actividad: la emoción y el desafío la llevaban a querer continuar. “¡Sí, estamos listos!”, gritó.
Squeaky les explicó que la primera prueba era atravesar un puente colgante que custodiaba un dragón amistoso llamado Platón. “¿Un dragón?”, dijo Daniel asustado. “No tengo miedo, pero…”, titubeó. “No se preocupen”, interrumpió Squeaky. “Platón solo está buscando amigos. Tienen que contarle un chiste que le haga reír. Si lo logran, el puente se abrirá”.
Karla, emocionada, dijo que ella comenzaría. “¿Cuál es el animal más antiguo?”, preguntó con una sonrisa. “La cebra porque está en blanco y negro”, respondió emocionada, pero el dragón no se rió. “No lo entendí”, dijo Platón. “Yo tengo uno”, añadió Daniel. “¿Qué hacen dos peces en una bicicleta?”, preguntó. “Nadar”, respondió, pero el dragón sólo movió la cabeza.
Pasaron varios intentos para lograr hacer reír al dragón. Karla propuso hacer una pequeña obra de teatro en donde jugaran con los chistes y de repente, todos comenzaron a improvisar risas y locuras, combinando todo lo aprendido. Squeaky nada más miraba, disfrutando la amistad que se estaba generando entre todos. Finalmente, Karla gritó: “¡Ya sé! ¿Sabes por qué los pájaros no usan Facebook? ¡Porque ya tienen Twitter!”.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.