Ashlee era una niña de once años que solía ser muy valiente. Le encantaba correr por el parque, andar en bicicleta con sus amigos y, sobre todo, sentir el viento en su cara cuando corría tan rápido como podía. Pero todo cambió el día que tuvo el accidente.
Era una tarde soleada de otoño. Ashlee iba con su mamá y su papá a casa de su abuela, y como siempre, cruzarían la calle principal de su vecindario. Aunque era una calle transitada, Ashlee nunca había tenido miedo de cruzarla. Pero ese día, justo cuando estaba a la mitad del cruce, un coche apareció de la nada. No iba muy rápido, pero suficiente para golpearla y hacerla caer.
El impacto fue confuso y rápido. Todo lo que Ashlee pudo recordar después fue el dolor en su brazo y el sonido de los frenos chirriando. Cuando se despertó en el hospital, lo primero que vio fue el rostro preocupado de su mamá. Ashlee tenía una gran cicatriz en el brazo derecho, y aunque con el tiempo sanaría, el verdadero daño estaba en su corazón.
Después del accidente, Ashlee no era la misma. Cada vez que se acercaba a una calle, su cuerpo se tensaba, su corazón latía más rápido, y el miedo la paralizaba. Incluso las calles más pequeñas la hacían sentir aterrada. Siempre se quedaba mirando el asfalto, recordando el sonido del coche acercándose y el dolor de aquel día. Aunque su mamá y papá intentaban ayudarla, Ashlee no podía evitar sentir pánico cada vez que tenía que cruzar una calle.
Un día, su mamá y papá decidieron que ya era hora de enfrentar ese miedo. Sabían que no sería fácil, pero no querían que Ashlee viviera con miedo para siempre. Así que, una mañana, la llevaron al parque, donde había un pequeño cruce de peatones. No era una calle transitada, pero para Ashlee, cruzar esa calle parecía una montaña imposible.
—Estamos contigo, cariño —le dijo su papá, poniéndole la mano en el hombro—. No hay prisa. Lo haremos juntos.
Ashlee miró al otro lado de la calle. Su corazón empezó a latir más rápido, y su mano se apretó sobre la cicatriz que aún era visible en su brazo. El recuerdo del accidente volvió a su mente, y sintió que no podía moverse. Las lágrimas comenzaron a llenar sus ojos.
—No puedo… —susurró—. No puedo hacerlo.
—Lo sé que es difícil —dijo su mamá, arrodillándose frente a ella—. Pero somos fuertes. Tú eres fuerte, Ashlee. Y no tienes que hacerlo sola. Estamos aquí.
Ashlee miró a sus padres. Sabía que la amaban y que estaban tratando de ayudarla, pero el miedo era tan grande que no sabía cómo superarlo. Todo lo que podía ver en su mente era aquel coche acercándose, el dolor en su brazo y el sonido de los frenos.
—¿Y si vuelve a pasar? —preguntó con la voz temblorosa.
—Esta vez estaremos contigo —respondió su papá, sonriendo con calidez—. Y siempre vamos a estar ahí para protegerte.
Ashlee respiró hondo y miró hacia la calle. Estaba vacía. No había coches, no había peligro, pero en su mente, la amenaza siempre estaba presente. Cerró los ojos por un momento, recordando lo que su papá siempre le decía cuando tenía miedo.
—El miedo es como una gran sombra —le había dicho una vez—. Parece aterrador, pero si te acercas y lo enfrentas, te das cuenta de que solo es eso: una sombra. Tú tienes el poder de encender la luz.
Ashlee abrió los ojos, y aunque su corazón aún latía con fuerza, decidió intentarlo. Agarró la mano de su mamá y su papá, y juntos caminaron hacia el borde de la acera. Sus piernas temblaban, pero dio un paso. Luego otro. Y antes de darse cuenta, estaban en medio de la calle.
Se detuvo un segundo, mirando alrededor, esperando que algo malo sucediera. Pero no pasó nada. El cruce era tranquilo, y cuando llegó al otro lado, se dio cuenta de que había cruzado la calle. Lo había logrado.
Una sensación de alivio y orgullo la invadió. Ashlee miró a sus padres, que sonreían con orgullo.
—Lo hiciste, Ashlee —dijo su mamá, abrazándola fuerte—. Sabía que podías hacerlo.
Ashlee sonrió por primera vez en mucho tiempo. Aunque el miedo seguía allí, algo había cambiado. Había dado el primer paso para enfrentarlo, y eso era suficiente por ahora.
En los días siguientes, Ashlee continuó enfrentándose a su miedo, poco a poco. Al principio, solo cruzaba las calles más pequeñas con la ayuda de sus padres. Cada vez que lo hacía, sentía un nudo en el estómago, pero también sentía que podía hacerlo. Con el tiempo, empezó a cruzar calles más grandes, siempre con cuidado, pero con más confianza.
La cicatriz en su brazo seguía siendo un recordatorio de lo que había pasado, pero ya no la veía con miedo. Ahora, cada vez que la miraba, le recordaba lo fuerte que era, lo lejos que había llegado. Sabía que aún tendría días difíciles, pero también sabía que no estaba sola. Sus padres siempre estarían allí para apoyarla, y más importante aún, ella había aprendido a confiar en su propio valor.
Una tarde, mientras paseaban por el parque, su papá le hizo una pregunta.
—Ashlee, ¿quieres volver a montar en bicicleta?
Ashlee miró las bicicletas que los niños montaban a lo lejos. Recordó lo mucho que le gustaba sentir el viento en la cara, pero también recordó el miedo que había sentido desde el accidente. Sin embargo, algo dentro de ella le decía que tal vez estaba lista.
—Sí —dijo con una sonrisa pequeña pero decidida—. Creo que quiero intentarlo.
Su papá sonrió y fue a buscar la bicicleta de Ashlee, que había estado guardada en el garaje desde el accidente. Cuando la trajo, Ashlee sintió una mezcla de emoción y nervios. Se subió a la bicicleta, y su papá la sostuvo por detrás, como lo hacía cuando le enseñó a montar por primera vez.
—Recuerda, no tienes que hacerlo sola —le dijo su papá mientras ella comenzaba a pedalear lentamente.
Ashlee sintió cómo sus piernas temblaban al principio, pero luego se acordó de las calles que había cruzado, de cómo había superado su miedo poco a poco. Sabía que podía hacerlo. Y con cada pedalada, el miedo empezó a desvanecerse.
Después de unas vueltas, su papá soltó la bicicleta, y Ashlee siguió pedaleando sola. El viento en su rostro era como una caricia de libertad, y por primera vez en mucho tiempo, Ashlee se sintió como la niña valiente que siempre había sido.
Aunque el miedo aún estaba allí, sabía que tenía el poder de enfrentarlo. Y mientras pedaleaba por el parque, con su mamá y su papá sonriendo a lo lejos, Ashlee comprendió que no importaba cuántas cicatrices tuviera en la vida, lo importante era que siempre encontraría la manera de seguir adelante.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.