Era un día soleado en la escuela de Lucas. La Maestra Ana, con su sonrisa cálida, estaba escribiendo en la pizarra mientras los estudiantes se sentaban atentamente en sus escritorios. Hoy, la lección era sobre fracciones, y aunque para algunos parecía sencillo, para Lucas no lo era tanto.
—Hoy vamos a aprender sobre fracciones —dijo la Maestra Ana con voz amable—. Recuerden que si tienen dudas, pueden levantar la mano.
Lucas miraba su hoja de ejercicios, y aunque intentaba concentrarse, no podía evitar sentirse nervioso. Las fracciones le parecían difíciles de entender. Miró a su alrededor y vio a sus compañeros escribiendo con rapidez, pero él no había podido hacer más que escribir algunos números. Empezó a sentirse un poco agobiado.
De repente, Sara, que estaba sentada a su lado, lo miró y notó su incomodidad.
—No te preocupes, Lucas —le susurró Sara con una sonrisa—. Si necesitas ayuda, puedo explicarte.
Lucas sonrió tímidamente. Sabía que Sara siempre estaba dispuesta a ayudarlo, pero algo en él le decía que no debía pedir ayuda. No quería sentirse incapaz frente a los demás. Sin embargo, antes de que pudiera decir algo, escuchó una voz burlona detrás de él.
—¿Por qué siempre necesitas ayuda? ¡Es solo matemáticas! —dijo Tomás, su compañero de la fila de atrás, con tono burlón.
Lucas bajó la mirada y se sintió aún más pequeño. ¿Por qué no podía entenderlo tan fácilmente como los demás? ¿Por qué siempre tenía que pedir ayuda? Sus pensamientos se interrumpieron cuando la Maestra Ana, que había escuchado lo que Tomás había dicho, intervino.
—Tomás —dijo la Maestra Ana, con firmeza—, todos aprendemos de diferentes maneras. Lucas está haciendo su mejor esfuerzo, y eso es lo que importa. En nuestra clase, nos ayudamos unos a otros, y eso es lo que hace que todos aprendamos más.
Tomás se encogió de hombros y dejó de hablar, mientras Lucas, aunque un poco avergonzado, se sintió agradecido por las palabras de la maestra. Aunque no entendía todo, al menos sabía que la maestra apoyaba su esfuerzo.
Sara le dio una pequeña palmada en la espalda.
—No te preocupes, Lucas —le dijo—. Todos aprendemos a su propio ritmo. Yo te puedo ayudar si quieres.
Lucas sonrió y, con un poco de vergüenza, asintió. A veces, solo necesitaba el apoyo de un amigo para sentirse más seguro.
La clase continuó, y aunque la lección de fracciones seguía siendo complicada, Lucas se sintió más tranquilo al tener la ayuda de Sara. Poco a poco, comenzó a entender mejor las fracciones y, aunque aún tenía dudas, ya no sentía miedo de pedir ayuda.
Cuando la campana sonó para el recreo, los estudiantes se levantaron de sus escritorios. Lucas se quedó en su asiento por un momento, sintiendo una mezcla de emociones. Se había sentido un poco inseguro durante la clase, pero también había aprendido algo importante: no necesitaba ser perfecto, solo hacer lo mejor que pudiera.
En el patio de recreo, Lucas vio a Sara corriendo y jugando con algunos niños. Aunque le hubiera gustado unirse, todavía se sentía un poco nervioso. No sabía si encajaría bien en el juego. Pero justo cuando iba a quedarse solo, Sara lo vio y se acercó rápidamente.
—¡Lucas! —exclamó Sara con entusiasmo—. ¿Quieres jugar con nosotros?
Lucas dudó. Miró a los niños que jugaban y sintió que no encajaba del todo. A veces, se sentía diferente, como si no fuera tan bueno como los demás. Pero Sara lo miraba con una sonrisa genuina, sin juicio.
—No sé… a veces me siento diferente —respondió Lucas, mirando al suelo.
Sara se agachó para quedar a su altura y le tocó suavemente el hombro.
—Eso es lo que hace a cada uno especial, Lucas. Todos somos diferentes, pero eso está bien. ¡Ven, vamos a jugar! Será muy divertido.
Lucas la miró y, por primera vez, sintió que no tenía que ser igual a los demás para ser parte de algo. Sonrió y decidió unirse al juego. Corrió hacia el grupo de niños y pronto se encontró riendo y jugando con todos, olvidando las dudas que había tenido antes. Se dio cuenta de que no tenía que ser perfecto para disfrutar de un buen momento.
Mientras jugaba, vio a Tomás observando desde lejos, pero no le importó. Lucas ya había aprendido que lo importante era sentirse bien consigo mismo y no dejarse influenciar por los comentarios de los demás.
Cuando el recreo terminó y los niños regresaron al aula, Lucas se sintió feliz. Aunque todavía tenía mucho por aprender, había dado un paso importante. Sabía que no tenía que ser el mejor en todo, solo debía dar lo mejor de sí mismo y no tener miedo de pedir ayuda cuando lo necesitara.
La Maestra Ana, al ver cómo Lucas había participado en el juego y cómo había mejorado durante la lección de fracciones, sonrió.
—Muy bien, Lucas —dijo con una sonrisa—. Estoy muy orgullosa de ti.
Lucas sonrió y, por primera vez, se sintió verdaderamente orgulloso de sí mismo. Sabía que, aunque no siempre todo fuera fácil, lo importante era seguir intentándolo y pedir ayuda cuando fuera necesario. Porque, al final, lo que realmente importa es aprender y disfrutar del camino.
Este cuento nos enseña que todos somos diferentes y que no hay nada de malo en pedir ayuda cuando lo necesitamos. Lo importante es aprender, disfrutar del proceso y no compararnos con los demás. Cada uno tiene su propio ritmo y, al final, lo que importa es dar lo mejor de uno mismo.
Cuentos cortos que te pueden gustar
Anabella y la Puerta Mágica
La Gran Fiesta de Tamara
El Primer Paso de Mateo
Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.