Había una vez una pequeña niña llamada Lucía. Lucía vivía en una bonita casa situada al borde de un bosque encantado. Cada mañana, el sol brillaba en el cielo y despertaba a Lucía con su luz dorada. Su papá, don Carlos, estaba siempre dispuesto a jugar y contarle historias emocionantes sobre lugares lejanos y criaturas mágicas. Su mamá, doña María, era una mujer dulce y cariñosa que adoraba cocinar galletas y pasteles que llenaban la casa de un olor delicioso.
Un día, mientras Lucía estaba jugando en su habitación, escuchó a su madre decir: «Hoy vamos a visitar a la tía Clara». Lucía se emocionó mucho al escuchar el nombre de su tía. La tía Clara vivía en un hermoso campo lleno de flores de todos los colores que, de cuando en cuando, tenían la visita de mariposas que parecían bailar alrededor de ellas. También estaba su prima Ana, con quien Lucía siempre se divertía muchísimo.
Tan pronto como se vistieron, Lucía y su familia se subieron al coche y partieron hacia la casa de la tía Clara. Durante el viaje, Lucía miraba por la ventana, observando cómo los árboles pasaban volando y cómo las nubes jugaban entre sí en el cielo azul. Su papá le contaba historias mientras su mamá sonreía, feliz de ver a su pequeña disfrutar del paisaje.
Al llegar a la casa de la tía Clara, Lucía corrió hacia la puerta, abriéndola con emoción. «¡Tía Clara!» gritó, mientras la tía llegó corriendo hacia ella con los brazos abiertos. «¡Mi pequeña Lucía! ¡Qué alegría verte!» Las dos se abrazaron fuertemente, como si no se hubieran visto en años, aunque solo había pasado un tiempo corto.
Ana, su prima, apareció detrás de la tía Clara. «¡Hola, Lucía!» dijo Ana, saltando de felicidad. «¿Quieres jugar en el campo conmigo?» Lucía asintió con entusiasmo. Las dos chicas se dieron la mano y salieron corriendo hacia el jardín.
El jardín era un lugar mágico. Había flores rosas, amarillas, azules y rojas, y en medio de todas esas maravillas, había un pequeño estanque donde nadaban patitos amarillos. Lucía y Ana decidieron jugar a ser exploradoras. Se imaginaban que estaban en un bosque encantado en busca de tesoros escondidos. Cada vez que encontraban algo especial, como una piedra brillante o una hoja de forma curiosa, hacían una gran fiesta de celebraciones en su mundo de fantasía.
La tarde comenzó a caer y el sol se ocultó detrás de las montañas, tiñendo el cielo de tonos naranjas y púrpuras. Lucía, junto con Ana, echaban carreras y se reían sin parar. De repente, escucharon un suave «croac». Las chicas, intrigadas, se acercaron al borde del estanque. Allí, vieron una rana verde que las miraba con ojos grandes y brillantes. «¡Hola, pequeña rana!» dijo Lucía. «¿Te gustaría jugar con nosotras?»
La rana, sorprendida por el amable saludo, respondió: «¡Sí, me encantaría! Mi nombre es Rita y soy una rana mágica. Cada vez que juegan conmigo, puedo hacer que florezcan más flores en el jardín». Lucía y Ana estaban fascinadas. ¡Una rana mágica! ¿Qué podría ser más divertido? Así que invitaron a Rita a unirse a ellas en su juego de exploradoras.
Con Rita saltando junto a ellas, Lucía y Ana exploraron cada rincón del jardín. Rita les mostró un pequeño arbusto lleno de fresas rojas. «¡Miren! Pueden recoger algunas para hacer un delicioso postre», dijo la rana. Las chicas comenzaron a recoger fresas y rápidamente llenaron sus manitas. Pronto, llevaron las fresas a la casa donde su tía Clara y su mamá estaban preparando la cena.
Don Carlos y doña María se sorprendieron al ver a las niñas con tanta emoción, y se le ocurrió utilizar las fresas para hacer un delicioso batido. «¡Qué idea más genial!» dijo doña María mientras comenzaba a mezclar todo. Lucía y Ana, felices, se sentaron a la mesa esperando con ansias su bebida especial.
Mientras tanto, la tía Clara y don Carlos contaban historias divertidas que hicieron reír a todos alrededor de la mesa. La casa estaba llena de risas y alegría. Rita, que seguía en el jardín, escuchaba todo desde afuera; se sentía contenta al ver a sus nuevos amigos tan felices.
Después de la cena, fue el turno del postre. Doña María trajo los batidos de fresa y todos brindaron por la magia de compartir momentos especiales en familia. Lucía, Ana y Rita estaban sentadas en el jardín mirándose la una a la otra y recordando el día tan especial que habían tenido. En ese momento, la luna apareció en el cielo, iluminando el lugar con su luz suave.
Era hora de irse a casa, y Lucía se despidió de Rita. «Gracias por jugar con nosotras, pequeña rana», dijo. «Volveremos a jugar pronto». Rita sonrió y saltó feliz, prometiendo que siempre estaría allí para más aventuras en el jardín. Al regresar a casa, Lucía se sentó en la cama y miró a su papá y a su mamá. «Hoy fue un día maravilloso. ¿Lo podemos repetir?» les preguntó.
Doña María y don Carlos sonrieron y dijeron: «Sí, claro, mi amor. Cada día puede ser un nuevo recuerdo si lo llenamos de amor y dulzura». Y así, Lucía se durmió con una gran sonrisa en su rostro, soñando con nuevas aventuras junto a su familia y sus amigos.
Desde aquel día, Lucía aprendió que la verdadera magia no solo se encuentra en un jardín encantado, sino en el tiempo que se pasa con quienes amamos. Porque cada momento compartido se convierte en un hermoso recuerdo en el corazón. Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.