En la mágica ciudad de Lamas, rodeada de montañas verdes y soleadas, habitaba un sabio conocido por todos como Leovigildo Ríos Torrejón. Su casa, pequeña y humilde, se erguía al final de un camino de tierra, donde el canto de las aves y el murmullo del viento eran sus únicos compañeros. Leovigildo era curandero, experto en el uso de plantas medicinales, y su chacra era un verdadero edén donde la naturaleza mostraba su esplendor.
Todos los días, al amanecer, el sabio se adentraba en su jardín, un lugar lleno de colores y aromas encantadores. Cada planta tenía su historia, cada hierba su propósito. Leovigildo enseñaba a sus hijos, Roy, Nadir, Maricela y Lizeira, a reconocer las plantas que sanaban y las que endulzaban la vida. Con paciencia infinita, les mostraba cómo cada hoja podía curar un mal, cómo cada flor podía alegrar un corazón.
En su chacra, crecía un paraíso de frutas. Las piñas, dulces y jugosas, colgaban de sus ramas como pequeños soles, iluminando la vida de aquellos que pasaban por el camino. Gente de los alrededores venía a comprarles, pero muchos más llegaban a escuchar las historias que Leovigildo contaba mientras cosechaba las frutas.
Una mañana, mientras los niños ayudaban a su padre en el jardín, Roy, el mayor de todos, exclamó: “¡Papá, cuéntanos la historia de la fruta mágica otra vez!”. Leovigildo sonrió, sabiendo que sus hijos adoraban las leyendas de la selva. “Muy bien, escuchen con atención”, dijo, mientras se sentaba en una piedra grande, rodeado de su familia.
“Hace muchos años, cuando la selva era aún joven, había una fruta mágica que crecía en un árbol oculto en las profundidades de la selva. Esta fruta era dorada y brillaba como el sol. Quien la comiera adquiriría grandes poderes, pero solo si su corazón era puro. Muchos aventureros intentaron encontrarla, pero solo aquellos que eran verdaderamente valientes y bondadosos lograron descubrir su paradero”.
Los ojos de Nadir, que siempre había sido el más pensativo, se iluminaron. “¿Y tú la has visto, papá?” preguntó con curiosidad. “No, hijo. Nunca he tenido el honor de encontrarla, pero he oído que quien logre comerla será capaz de hablar con los animales y entender el lenguaje de la naturaleza”, explicó Leovigildo.
“¿Y qué pasó con los aventureros?” preguntó Lizeira, que tenía un espíritu intrépido. “Algunos regresaron a casa con historias increíbles, pero otros nunca regresaron. La selva es un lugar misterioso y a veces peligroso”, respondió su padre, con una mirada seria. “Es importante recordar que la ambición sin bondad puede llevar a caminos oscuros”.
Maricela, siempre soñadora, miró a su alrededor y dijo: “¿Y si nosotros vamos a buscarla? ¡Podríamos ser aventureros!”. Todos los niños se miraron emocionados. Leovigildo, viendo el entusiasmo en sus ojos, dijo: “Si deciden ir, deben estar preparados. La selva puede ser un lugar hermoso, pero también puede esconder peligros”.
Después de una intensa conversación, los niños decidieron que al día siguiente comenzarían su aventura. Se despertaron muy temprano, llenos de energía y emoción. Equipados con mochilas, algo de comida y, sobre todo, su inquebrantable determinación, se adentraron en la selva.
A medida que caminaban, los árboles se volvían más altos y las sombras más profundas. El aire era fresco y húmedo, lleno de sonidos que parecían susurros. “¿Escuchan eso?” preguntó Roy, deteniéndose a escuchar. “Parece que la selva está viva”, dijo Nadir, asombrado por los ruidos que los rodeaban.
De repente, un hermoso pájaro de plumaje brillante se posó cerca de ellos. “¡Miren!” gritó Maricela, emocionada. El pájaro parecía curioso y, en lugar de volar, se acercó a ellos. “¿Quiénes son ustedes, pequeños aventureros?” preguntó el pájaro con una voz melodiosa. Los niños se quedaron boquiabiertos, asombrados de que un pájaro pudiera hablar.
“Estamos buscando la fruta mágica”, respondió Lizeira, con ojos llenos de asombro. “¿Sabes dónde está?”. El pájaro sonrió. “He oído historias sobre ella. Se dice que se encuentra en el corazón de la selva, pero el camino es peligroso. Deben ser valientes y tener cuidado con las trampas”.
Siguiendo las indicaciones del pájaro, los niños se adentraron más en la selva. Pasaron por ríos cristalinos, escalaron rocas resbaladizas y se enfrentaron a una tormenta inesperada. Pero no se rindieron. La emoción de la aventura los mantenía unidos y fuertes.
Finalmente, después de lo que pareció ser una eternidad, llegaron a un claro. En el centro, se erguía un árbol enorme y majestuoso. Sus hojas brillaban con un dorado brillante, y en su ramas colgaba una fruta resplandeciente, la más hermosa que jamás habían visto. “¡La fruta mágica!” gritaron todos al unísono.
Pero cuando se acercaron, una sombra oscura apareció de la nada. Era un enorme puma, que los miraba con ojos hambrientos. “¿Qué hacen aquí, intrusos?”, rugió con una voz profunda. Los niños sintieron un escalofrío, pero no se dejaron intimidar. “Venimos a buscar la fruta mágica”, dijo Roy, intentando sonar valiente.
El puma sonrió, aunque su sonrisa no era amigable. “Para conseguir la fruta, deben demostrar que tienen corazones puros. ¿Qué están dispuestos a sacrificar por ella?”. Los niños se miraron, pensando en lo que significaba realmente la fruta mágica. Maricela fue la primera en hablar. “No necesitamos la fruta si significa hacer daño a otros”, dijo firmemente.
“¡Sí! La verdadera magia está en nuestra amistad y en lo que hemos vivido juntos”, agregó Lizeira. El puma, sorprendido por su respuesta, se quedó en silencio por un momento. Luego, su expresión cambió. “Han demostrado valor y sabiduría. La fruta mágica no solo se trata de poder, sino de cómo se usa ese poder. Pueden tomarla, pero recuerden, lo más importante es el amor y la amistad”.
Los niños, llenos de alegría, se acercaron al árbol y tomaron la fruta mágica. Era dorada y brillaba como el sol. Al tocarla, sintieron una oleada de energía recorriendo sus cuerpos. “Ahora comprenden lo que realmente importa”, dijo el puma antes de desaparecer en la sombra.
Con la fruta en mano, los niños regresaron a su hogar, donde Leovigildo los estaba esperando. “¿Cómo fue su aventura?”, preguntó con una sonrisa. Los niños, emocionados, le contaron todo lo que habían vivido. “Aprendimos que el verdadero poder está en la bondad y la amistad”, concluyó Roy, mostrando la fruta dorada.
Leovigildo miró a sus hijos con orgullo y les dijo: “Ustedes han crecido y aprendido. Recuerden siempre que la verdadera magia está en sus corazones”.
Y así, en la mágica ciudad de Lamas, los niños no solo regresaron con la fruta mágica, sino también con lecciones que llevarían consigo para siempre. Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.