En la mágica ciudad de Lamas, donde el sol brillaba intensamente y las montañas verdes eran el hogar de innumerables criaturas, vivía un sabio curandero llamado Leovigildo Ríos Torrejón. Su hogar, pequeño y humilde, se erguía al final de un camino de tierra que se perdía entre el verdor de la naturaleza. Conocido por todos como un experto en el uso de plantas medicinales, Leovigildo pasaba sus días cuidando su exuberante jardín, un verdadero edén que producía las frutas más dulces y jugosas que uno pudiera imaginar.
Su esposa, Lola, siempre a su lado, era una mujer amable con una sonrisa cálida que iluminaba el hogar. Juntos tenían cinco hijos: Roy, el valiente; Nadir, el pensador; Maricela, la soñadora; Lizeira, la traviesa; y Llarey, el curioso. Cada uno de ellos había heredado algo del amor por la naturaleza que sus padres les enseñaron.
Un día, mientras el sol se alzaba en el cielo, iluminando los coloridos jardines de la familia Ríos Torrejón, Leovigildo convocó a sus hijos. “Hoy es un día especial”, les dijo con entusiasmo. “Las piñas han madurado y es hora de cosecharlas. También, he escuchado rumores sobre un misterioso árbol en la selva que da frutos mágicos. Tal vez podamos encontrarlos y aprender algo nuevo”.
Los ojos de los niños brillaron de emoción. “¡Frutos mágicos! ¿Podemos ir a buscarlos, papá?” preguntó Maricela, saltando de alegría. “¡Sí, por favor!” gritaron todos al unísono.
“Primero, debemos cosechar las piñas y prepararnos para la aventura”, dijo Leovigildo, sonriendo ante la energía de sus hijos. Así que, con cestas en mano, se dirigieron al jardín. El aroma dulce de las piñas llenaba el aire mientras ellos recolectaban las frutas, riendo y contando historias sobre sus aventuras pasadas.
Después de recoger suficientes piñas, Leovigildo llevó a su familia a la selva cercana. El camino estaba lleno de flores exóticas y sonidos de aves cantando. “Recuerden, debemos mantenernos juntos y respetar a la naturaleza”, les recordó su padre mientras se adentraban en la espesura.
Después de un tiempo caminando, encontraron un claro que parecía mágico. El sol filtraba sus rayos a través de las hojas, creando un espectáculo de luces y sombras. “¡Miren ese árbol!” exclamó Nadir, señalando un majestuoso árbol con ramas largas y frondosas. “¿Podría ser el árbol de los frutos mágicos?”
“Podría ser”, respondió Leovigildo, acercándose al árbol. En sus ramas colgaban frutas de colores brillantes que parecían brillar con luz propia. “Vamos a averiguarlo”, dijo, mientras examinaba el árbol.
Los niños se acercaron, llenos de curiosidad. “¿Puedo tocar una?” preguntó Lizeira, extendiendo su mano hacia una fruta de color azul intenso. “Ten cuidado”, advirtió su padre. “No sabemos si son seguras”.
Pero Lizeira, llena de valentía, tomó la fruta en sus manos. Al instante, la fruta comenzó a vibrar suavemente. “¡Mira, parece que le gusta que la toques!” dijo Roy, sonriendo. “Tal vez solo quiera jugar”.
Leovigildo observó con atención y, al ver que sus hijos estaban disfrutando, decidió permitirles experimentar un poco. “Está bien, pero no coman nada hasta que sepamos más”, les advirtió. Así que cada uno tocó las frutas, maravillándose de las vibraciones y los colores.
De repente, escucharon un suave susurro. “¿Quién se atreve a tocar el árbol mágico?” Era una voz melodiosa que parecía provenir del mismo árbol. Los niños se miraron entre sí, asombrados y emocionados. “Soy yo, Leovigildo”, dijo el padre, sintiendo que algo especial estaba por suceder. “Hemos venido en busca de la magia de este lugar”.
“¡Bienvenidos, valientes aventureros!” respondió el árbol. “He estado esperando a alguien con un corazón puro y noble. Si desean, pueden probar mis frutos, pero deben hacer un pacto. Deben prometer que usarán la magia para el bien y ayudarán a quienes lo necesiten”.
Los ojos de los niños se iluminaron. “Prometemos ayudar y hacer el bien”, dijeron todos juntos, sintiendo la emoción de la aventura.
El árbol, satisfecho con su promesa, hizo que las frutas comenzaran a caer suavemente al suelo, creando una lluvia de colores. “Llévense lo que necesiten y utilicen la magia con sabiduría”, dijo el árbol mientras las frutas se deslizaban hacia ellos.
Los niños llenaron sus cestas y sintieron que algo extraordinario estaba sucediendo. “¿Sientes eso?” preguntó Llarey. “Es como si la fruta tuviera vida”. “¡Sí! ¡Es increíble!”, exclamó Maricela, sintiendo cómo una ola de energía recorría su cuerpo.
“Es hora de regresar a casa”, dijo Leovigildo, y empezaron el camino de vuelta. Mientras caminaban, cada uno de ellos se sintió más fuerte y más conectado a la naturaleza que nunca. La magia de la selva y del árbol les había dado algo especial.
Cuando llegaron a casa, Lola los recibió con una sonrisa y preguntó qué habían encontrado. “¡Frutas mágicas!” gritaron los niños, mostrando las coloridas frutas. “¡El árbol nos habló!” explicó Lizeira, entusiasmada.
Esa noche, mientras cenaban, Leovigildo les recordó su promesa. “Ahora que tienen estas frutas, deben pensar en cómo pueden usarlas para ayudar a otros. La magia es poderosa, pero el verdadero poder está en el amor y la bondad que compartimos”.
Los niños asintieron, comprendiendo la importancia de su misión. “Podríamos ayudar a los animales heridos del bosque”, sugirió Nadir. “O darles frutas a los vecinos que no tienen”, añadió Roy.
La familia decidió que al día siguiente, usarían las frutas mágicas para ayudar a su comunidad. Se sintieron emocionados al pensar en todo lo que podían hacer juntos.
Y así, en la mágica ciudad de Lamas, los Ríos Torrejón aprendieron que la verdadera magia no estaba solo en las frutas que habían encontrado, sino en la bondad y el amor que compartían con su familia y su comunidad. Esa noche, mientras el sol se ponía detrás de las montañas, los corazones de todos estaban llenos de esperanza y alegría, listos para hacer del mundo un lugar mejor.
Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.