Había una vez, en un reino muy lejano, una princesa llamada Salome. Él era una niña con un gran corazón, siempre dispuesta a ayudar a los demás y con una sonrisa que podía iluminar todo el castillo. Tenía el cabello largo y castaño, y ese día estaba más brillante que nunca porque hoy era un día muy especial: ¡era el cumpleaños de la princesa!
En el castillo real, todos los preparativos estaban listos. Los sirvientes habían decorado el gran salón de baile con flores de colores, cintas doradas y plateadas que colgaban del techo, y una enorme mesa llena de dulces y pasteles. Pero lo que más esperaba la princesa Salome no eran los adornos ni los pasteles, sino la llegada de sus seres queridos.
Desde que se despertó, Salome sintió una emoción indescriptible. Se levantó de su cama de sábanas de seda rosa y fue directamente a ver a sus padres, el rey y la reina.
—¡Feliz cumpleaños, mi querida Salome! —dijo la reina, dándole un abrazo cálido.
—Hoy es tu día, princesa —añadió el rey, con una sonrisa orgullosa—. Hemos preparado una gran fiesta para ti.
Salome sonrió, emocionada por lo que el día le traería. No solo porque sería una fiesta real, sino porque ese día todos celebrarían el amor y la felicidad juntos.
Cuando llegó la hora de la fiesta, Salome se puso su vestido favorito, uno de color rosa con detalles dorados que brillaban bajo la luz del sol. Su madre le colocó una tiara en la cabeza, una tiara que había sido de su abuela, la reina anterior.
—Hoy eres la princesa más hermosa de todo el reino —le dijo la reina, con una sonrisa.
Salome se miró en el espejo y, por un momento, se sintió como una princesa de los cuentos que tanto le gustaba leer. Con su tiara, su vestido y sus zapatos brillantes, estaba lista para su gran día.
Cuando Salome entró en el salón de baile, quedó maravillada por la decoración. Había globos flotando, flores perfumadas en cada esquina y luces que parecían estrellas brillando en lo alto. Pero lo que más le llamó la atención fue la gran mesa en el centro, con un pastel enorme decorado con pequeños detalles que representaban su vida en el castillo: un pequeño castillo de azúcar, figuras de caballos y flores, y en lo más alto, una sola vela que esperaba ser soplada.
—¡Es perfecto! —exclamó Salome al ver el pastel—. ¡Gracias por hacerme tan feliz!
Los invitados comenzaron a llegar, y entre ellos estaban todos sus amigos del reino, sus primos, e incluso algunos animales del bosque que siempre la visitaban en sus paseos. La sala se llenó rápidamente de risas, juegos y música, creando un ambiente mágico.
Salome corría de un lado a otro, saludando a cada invitado, agradecida por todo el amor que estaba recibiendo. Aunque era un día especial para ella, lo que más disfrutaba era compartirlo con los demás.
Finalmente, llegó el momento que todos esperaban: ¡soplar la vela del pastel! El salón se llenó de expectativa mientras los invitados se reunían alrededor de la mesa. Salome se acercó al pastel, y todos comenzaron a cantar «Cumpleaños feliz» con entusiasmo. La pequeña princesa cerró los ojos, pensando en su deseo. Deseó algo que para ella era muy importante: que su familia y amigos fueran felices siempre, tal como lo eran ese día.
Con una gran sonrisa, Salome sopló la vela, y todos aplaudieron con alegría.
—¡Feliz cumpleaños, princesa! —gritaron sus amigos y familiares.
Después de cortar el pastel y repartir las porciones, todos disfrutaron de la comida y los dulces. Había pasteles de fresa, chocolates rellenos, galletas de mantequilla, y frutas decoradas de forma divertida. Mientras comían, Salome escuchaba los cuentos de sus abuelos sobre sus propios cumpleaños cuando eran niños, y eso la hacía sentirse aún más conectada con su familia.
A medida que la fiesta avanzaba, los niños jugaron y corrieron por el gran salón. Salome participó en todos los juegos, desde las carreras de sacos hasta el juego de las sillas. No había nada que le gustara más que reír y divertirse con sus amigos.
Al caer la tarde, la fiesta llegó a su fin. Los invitados comenzaron a despedirse, pero antes de irse, cada uno le dio un pequeño regalo a Salome. Había muñecas, libros de cuentos y hermosas flores. Pero de todos los regalos, hubo uno que tocó su corazón de una manera especial.
Su madre y su padre le entregaron una pequeña caja de madera decorada con grabados dorados. Al abrirla, Salome encontró una joya brillante en forma de corazón.
—Este collar ha estado en nuestra familia durante generaciones —le explicó la reina—. Y hoy, en tu cumpleaños, queremos que sea tuyo. Representa el amor que siempre estará en tu vida, el amor de tu familia.
Salome, con los ojos llenos de lágrimas de felicidad, se puso el collar y abrazó a sus padres.
—Gracias, mamá. Gracias, papá. Este es el mejor regalo de todos.
Esa noche, cuando todos se fueron y el castillo quedó en silencio, Salome se fue a dormir con una sonrisa en el rostro. Abrazó su nueva muñeca y acarició el collar que llevaba puesto, sintiendo que ese día había sido el más especial de todos.
Sabía que no importaban los regalos o la gran fiesta, lo que más importaba era el amor que había sentido en su corazón. Y así, con su familia a su lado y sus amigos siempre cerca, Salome cerró los ojos y soñó con más días felices como el que acababa de vivir.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.