Cuentos de Valores

Hola, tengo que ir a la plaza

Lectura para 6 años

Tiempo de lectura: 2 minutos

Español

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Había una vez, en un pequeño y colorido pueblo llamado Sonrisas, tres amigos muy especiales: Mónica, una niña llena de entusiasmo y curiosidad, Héctor, un niño muy inteligente y siempre con ideas brillantes, y Damián, un perrito juguetón que tenía la energía de mil soles. Todos ellos se conocían desde que eran bebés y compartían aventuras cada día.

Un hermoso día de primavera, cuando las flores estaban en su máximo esplendor y los pájaros cantaban dulces melodías, Mónica tuvo una brillante idea. «¡Chicos! ¿Qué les parece si vamos a la plaza?», exclamó con alegría. La plaza era el corazón del pueblo, un lugar lleno de vida donde siempre había algo emocionante por descubrir, como ferias, juegos y la presencia de nuevos amigos.

Héctor, que siempre estaba pensando en grandiosas actividades, se iluminó al escuchar a Mónica. «¡Sí! ¡Me encantaría ir a la plaza! Podríamos jugar en el parque, ver a los artistas que pintan en las calles y, si tenemos suerte, encontraremos un puesto de golosinas», dijo mientras su estómago hacía un ruidito que a todos les hizo reír. Damián, emocionado, movía su cola de un lado a otro, listo para correr con sus amigos.

Así que los tres amigos decidieron que era hora de poner en marcha su plan. Se pusieron sus gorras, no sin antes asegurarse de que Damián tenía su collar. «¡Vamos, Damián! ¡Hoy será un día increíble!», gritó Mónica mientras daba un salto de emoción.

Caminaron por las coloridas calles del pueblo, saludando a todos los que se encontraban en su camino. «¡Buenos días!», decía Mónica con una gran sonrisa, y la gente sonreía y respondía de la misma manera. Héctor, encantado, se dio cuenta de cuán importante era ser amable con los demás. «Cada saludo es como una pequeña semilla de felicidad que plantamos en los corazones de las personas», reflexionó en voz alta.

Cuando finalmente llegaron a la plaza, el paisaje era aún más hermoso de lo que habían imaginado. Había niños en el columpio, un grupo de artistas pintando un mural colorido, y en una esquina, un anciano vendía ricas galletas de chocolate. Mónica, Héctor y Damián corrieron hacia el parque. Jugaron al escondite, subieron y bajaron en el tobogán y gritaron de alegría mientras corrían por el césped. Damián estaba encantado, persiguiendo mariposas y jugando con los niños que también estaban allí.

Después de un rato, sintieron hambre y recordaron el puesto de galletas. «Vamos a comprar galletas», propuso Mónica, con la boca llena de saliva al pensar en el sabor delicioso de las galletas. Se acercaron al anciano que vendía las galletas y, con su voz suave, él les preguntó: «¿Cuántas galletas quieren, pequeños?».

Héctor, que había guardado algo de dinero en su bolsillo, dijo: «Queremos tres galletas, por favor». “Una para cada uno y una para Damián”, dijo Mónica entusiasmada. El anciano sonrió y les entregó un paquete de galletas. «Aquí tienen, pequeños. Recuerden compartir y disfrutar con sus amigos», añadió con un guiño.

Los amigos se sentaron en un banco en la plaza, abrieron el paquete y empezaron a disfrutar de las galletas. «¡Están deliciosas!», exclamó Mónica. «Sí, y son aún más ricas porque las estamos compartiendo», dijo Héctor, mientras Damián movía su cola contento, esperando que le dieran un pequeño trozo.

Mientras comían, notaron que un niño que no conocían estaba sentado solo en otro banco. Parecía triste, mirando sus zapatos. Mónica, con su corazón lleno de bondad, dijo: «Oigan, ¿no les parece que deberíamos invitarlo a jugar con nosotros?». Héctor asintió y Damián ladró de emoción.

Se acercaron al niño y Mónica le dijo: «¡Hola! Soy Mónica, y estos son mis amigos Héctor y Damián. ¿Quieres venir a jugar con nosotros?». El niño, al principio, parecía un poco tímido, pero al ver la sonrisa de Mónica y los ojos brillantes de Damián, asintió lentamente. «Soy Tomás y me encantaría jugar», respondió con una voz suave.

Pronto, los cuatro amigos estaban corriendo y riendo juntos. Jugaron hasta que cayó el sol y las luces de la plaza empezaron a brillar. Mónica, Héctor, Damián y Tomás se lanzaban pelotas, jugaban a la rayuela y hasta intentaron hacer dibujos en la acera con tiza. Cada momento estaba lleno de risas y felicidad.

Cuando la tarde llegó a su fin, Mónica, satisfecha, dijo: «Hoy fue un día maravilloso. No solo nos divertimos, sino que hicimos un nuevo amigo. ¿No es increíble lo que puede pasar cuando somos amables y compartimos con los demás?». Héctor sonrió y dijo: «Así es. Cada vez que abrimos nuestro corazón, encontramos amigos nuevos y compartimos alegría».

Tomás, que se sentía como parte del grupo, añadió: «Gracias por invitarme. Nunca pensé que hoy sería tan divertido. Ustedes son los mejores amigos que he podido conocer». Damián, feliz de haber conocido un nuevo compañero, ladró en señal de aprobación.

Finalmente, antes de regresar a casa, los amigos se despidieron y hicieron una promesa: siempre compartir y abrir sus corazones a nuevas amistades. Y así, en la mágica plaza de Sonrisas, los lazos entre los amigos se hicieron fuertes, recordando siempre la importancia de la amabilidad, el compartir y la alegría de jugar juntos.

Y desde aquel día, nunca dejaron de ir a la plaza, donde nuevas aventuras y amigos los esperaban cada vez. La plaza se convirtió en su lugar especial, un lugar donde aprendieron que la felicidad es aún mayor cuando se comparte. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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