Había una vez, en un rincón escondido del bosque más verde y alegre que puedas imaginar, una escuelita mágica llamada “El Bosque Brillante”. No era una escuela común y corriente. En esta escuela, los árboles enseñaban a leer, las mariposas ayudaban a contar, y las flores cantaban canciones de bienvenida cada mañana. Allí asistían todo tipo de niños y criaturas mágicas, y entre ellos estaba Pablo, un pequeño duende de gorro verde puntiagudo y botas rojas que siempre brillaban como manzanas frescas.
Pablo era muy travieso y curioso. Le encantaba correr, saltar entre los hongos gigantes, y hacer preguntas sobre todo. Pero también tenía una gran misión: aprender a convivir con todos sus compañeros, aunque fueran diferentes a él.
En la misma clase de Pablo estaba Sofía, una niña humana con rizos castaños y una sonrisa enorme. Sofía adoraba las historias y tenía una risa contagiosa que hacía que hasta los búhos se despertaran para reír con ella.
También estaba Ignacio, un niño especial. A Ignacio no le gustaban los ruidos fuertes, prefería sentarse solo en un rincón tranquilo y a veces le costaba mirar a los ojos o entender las bromas de Pablo. Pero tenía un corazón enorme, le encantaban los trenes, los lápices de colores, y era muy bueno construyendo torres de bloques que parecían castillos.
El primer día de clase, Pablo no entendía por qué Ignacio no le respondía cuando le contaba un chiste. “¡Hola, hola, caracol con cola!” —le dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. Pero Ignacio solo bajó la mirada y siguió coloreando su tren en silencio.
Pablo frunció el ceño. “¿No le caigo bien?”, pensó. “¿Acaso no le gustan mis bromas?”
Sofía, que estaba muy cerca, se acercó despacito y le dijo:
—Pablo, Ignacio es diferente. A veces no entiende los chistes igual que nosotros. Pero eso no significa que no quiera ser tu amigo.
Pablo la miró confundido. —¿Diferente cómo? ¿Es un dragón disfrazado?
Sofía rió con dulzura. —No, tonto. Ignacio tiene una forma especial de pensar. Es neurodivergente. Eso quiere decir que su cerebro funciona distinto, pero igual de hermoso. Solo hay que aprender a conocerlo y respetarlo.
Pablo se quedó pensando. Se rascó su gorro verde y observó cómo Ignacio organizaba sus lápices por color, tamaño y forma. Todo tenía un orden perfecto, como un arcoíris que caminaba.
Esa noche, Pablo fue a su casita de duende y le pidió a su luciérnaga mascota, que se llamaba Brillita, que le contara todo sobre la neurodivergencia. Brillita encendió su luz y proyectó en la pared imágenes mágicas. Mostró cerebros con caminos distintos, unos que iban más rápido, otros más lentos, algunos que saltaban como ranas. “Cada cerebro es un mapa”, dijo Brillita, “y lo importante es tener una brújula llamada comprensión”.
Al día siguiente, Pablo volvió a la escuela decidido. Se sentó junto a Ignacio, no le habló fuerte, y en lugar de un chiste, le mostró un tren de juguete.
—¿Te gusta este tren? —preguntó suavemente.
Los ojos de Ignacio brillaron. Asintió con una sonrisa.
Desde ese momento, algo cambió. Pablo empezó a entender que no todos los amigos se hacen con bromas y carreras. Algunos amigos se hacen en silencio, compartiendo colores, trenes y sonrisas tranquilas.
Sofía, feliz de verlos juntos, propuso que hicieran una estación de trenes con bloques de madera. Ignacio construía, Pablo decoraba con hojas y flores, y Sofía escribía letreros como “Estación Amistad” y “Vía del Respeto”.
Los otros niños de la escuela también se acercaron. Algunos eran hadas que hablaban bajito, otros eran duendes que se tapaban los oídos cuando había campanas, y todos, poco a poco, aprendieron a convivir.
Un día, la maestra Roble —un árbol sabio y muy alto— les dijo:
—Niños y niñas, este bosque no sería tan brillante si todos fueran iguales. Es su diversidad lo que lo hace mágico. Cuando aprendemos a respetarnos, a escucharnos y a entendernos, florecen cosas maravillosas.
Y así fue. En la escuela del Bosque Brillante, los juegos se volvieron más creativos, las canciones más dulces y las risas más sinceras. Porque ahora, todos sabían que ser diferente no es un problema. Es un regalo.
Pablo ya no gritaba ni se frustraba si alguien no respondía como él esperaba. Había aprendido a esperar, a preguntar, y a mirar con el corazón. Sofía seguía contagiando alegría y ayudando a unir puentes. Ignacio tenía más amigos, y aunque a veces prefería su rincón tranquilo, ahora sabía que siempre habría una mano amiga cerca.
Al final del curso, el maestro Roble les dio una semilla mágica a cada uno.
—Estas semillas —dijo con voz profunda— crecerán solo si ustedes las riegan con respeto, amistad y comprensión. Si cuidan de ellas como cuidan de sus amigos, pronto verán crecer un árbol único, como ustedes.
Pablo plantó su semilla junto a la de Ignacio y Sofía. Y, con el tiempo, brotó un árbol con hojas de colores, ramas suaves y flores que cantaban melodías nuevas cada vez que alguien decía una palabra amable.
Desde entonces, en el Bosque Brillante, cada vez que nace una amistad verdadera, un árbol nuevo crece. Y dicen que el primero de todos fue el árbol de Pablo, Sofía e Ignacio.
Y así termina esta historia… o mejor dicho, así empieza, porque las amistades que nacen del respeto, la comprensión y el cariño, crecen para siempre.
Pablo estaba tan feliz de tener nuevos amigos que, al día siguiente, se levantó más temprano que nunca. Se puso su mejor gorro verde, uno con un pompón que hacía cosquillas en su nariz, y corrió a la escuelita del Bosque Brillante con una idea brillante en su cabeza.
—¡Vamos a hacer un día especial! —gritó al llegar—. ¡El Día de los Juegos Amables!
Sofía lo miró curiosa. —¿Y cómo son esos juegos, Pablo?
—Son juegos en los que todos podemos jugar, sin importar si corremos rápido, si hablamos mucho, o si nos gusta estar tranquilos —dijo Pablo con los ojos muy abiertos—. ¡Juegos para todos!
Ignacio levantó la cabeza desde su rincón. Le gustaban los juegos si no eran ruidosos ni caóticos. Así que se acercó con sus trenes y dijo en voz bajita:
—Podemos hacer una carrera de trenes… en silencio.
—¡Perfecto! —respondió Sofía—. También podemos tener una ronda de dibujos mágicos, donde cada quien pinta lo que sueña.
Los demás niños se entusiasmaron. Una duendecilla llamada Lili trajo burbujas gigantes para atrapar los colores del arcoíris. Un hada llamada Tomasa preparó frutas encantadas para compartir en la merienda. Y hasta los gnomos viejitos se unieron al festejo, tocando campanas suaves que hacían danzar a las hojas.
La escuela entera se llenó de alegría. Pablo ayudaba a Ignacio a colocar sus trenes en línea recta. Sofía ofrecía crayones a los que querían dibujar. Nadie quedaba fuera. Cada niño, con sus propias formas de jugar, estaba siendo parte de algo hermoso.
Durante la merienda, Pablo se sentó junto a Ignacio bajo un gran árbol con hojas de corazones.
—¿Sabes algo, Ignacio? Antes no entendía por qué hacías las cosas diferentes. Pero ahora veo que tu manera es tan bonita como la mía.
Ignacio asintió. Le ofreció a Pablo uno de sus dibujos: un tren que viajaba por un puente hecho de estrellas.
—Este eres tú —le dijo señalando un vagón verde con gorro—. Eres mi amigo tren.
Pablo sintió que su corazón se inflaba como globo.
Después de comer, Sofía se acercó con una canasta.
—Traje papelitos con palabras mágicas. Vamos a regalarlos a quien queramos. Cada uno dirá algo bonito sobre otra persona.
A Pablo le tocó hablar primero. Se puso de pie y miró a Ignacio.
—Mi palabra mágica para Ignacio es “paciencia”. Porque él me enseñó a esperar, a escuchar y a mirar con amor.
Ignacio, con una sonrisa, levantó su papelito y lo entregó a Sofía.
—Mi palabra mágica para Sofía es “alegría”, porque siempre sabe cómo hacer que todo se sienta mejor.
Sofía aplaudió y entregó el suyo a Pablo.
—Y mi palabra es “curiosidad”. Porque gracias a tu curiosidad, Pablo, aprendimos todos algo muy valioso: que ser diferentes es maravilloso.
Los papelitos volaron con el viento y se convirtieron en mariposas de luz. Todos los niños aplaudieron y rieron. Fue un día lleno de respeto, ternura y mucho aprendizaje.
Esa tarde, la maestra Roble les dijo:
—Hoy no solo jugaron, también sembraron algo en sus corazones: el valor de la inclusión. Cuando crecen en el respeto, las personas florecen más bonitas que cualquier flor del bosque.
Desde ese día, en la Escuela del Bosque Brillante, todos los lunes se celebra “El Día de los Juegos Amables”. Y aunque cada semana es diferente, hay una regla que nunca cambia: nadie se queda fuera.
Incluso llegaron nuevos alumnos: un unicornio que era muy tímido, un niño que usaba una silla con ruedas mágicas, una duendecilla que solo hablaba con señas, y todos, sin excepción, fueron recibidos con abrazos, juegos tranquilos, y muchas sonrisas.
Pablo, Sofía e Ignacio se convirtieron en los guardianes del Árbol de la Amistad. Cada vez que alguien se sentía solo, ellos iban con una canción, un dibujo o un tren, para recordarles que siempre había un lugar para todos.
Y así, entre cuentos, burbujas, lápices de colores y palabras mágicas, los niños del Bosque Brillante crecieron sabiendo que el respeto es como el agua: sin él, nada puede florecer.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.