Me llamo Luis Arturo Ibáñez Tapia, y mi aventura en este mundo comenzó el 30 de mayo de 2020 en un lugar lleno de luces brillantes y personas moviéndose a toda prisa. Nací en el Hospital Florencia, en la ciudad de Toluca, dentro del municipio de Metepec, en el Estado de México. Para mis padres, este día fue el inicio de un viaje lleno de emociones, y para mí, fue mi primer encuentro con el aire, la luz y los sonidos de este mundo.
Mi papá se llama Luis Martín Ibáñez, un hombre alto y fuerte, pero con una sonrisa suave que siempre hace que me sienta seguro. Mi mamá es Litzi Tapia, la persona más cariñosa que he conocido, y tiene una fortaleza que brilla incluso cuando su corazón no siempre late de manera correcta. Aunque no sabía nada de todo esto cuando nací, pronto aprendería que el amor de mis padres era más fuerte que cualquier desafío que la vida pudiera ponerles.
Cuando llegué, pesaba aproximadamente 2.500 kg y medía 49 cm. Mi cuerpo era pequeño, pero lleno de ganas de vivir. Sin embargo, mi primera respiración no fue tan sencilla como debería haber sido. Mi pequeño pecho se resistía a tomar el aire que necesitaba, y los doctores tuvieron que ayudarme dándome un poco de oxígeno adicional. Aunque no pude ver las caras preocupadas de mis padres en ese momento, ahora sé que ambos estaban esperando con el corazón en la mano, esperando que pudiera estar bien.
Después de unas horas, mi cuerpo comenzó a responder. El oxígeno me ayudó, y finalmente, a las 21 horas de ese día, me encontré envuelto en una manta suave, sintiendo el calor de los brazos de mi mamá. Ella me miraba con los ojos llenos de lágrimas, pero no de tristeza, sino de felicidad. Mi papá estaba a su lado, observando con una mezcla de orgullo y alivio. Habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo, y aún así, estábamos juntos, los tres, comenzando nuestra vida como una nueva familia.
La llegada a casa
Después de tres días en el hospital, los doctores dijeron que ya estaba listo para irme a casa. Todavía era pequeño y frágil, pero mis papás estaban listos para cuidarme. Sabían que ser padres no iba a ser fácil, pero estaban decididos a hacer todo lo posible para darme el mejor comienzo en la vida. La primera noche en casa fue tranquila, aunque cada pequeño sonido que hacía hacía que mis papás se levantaran de la cama, preocupados de que algo pudiera estar mal.
Con el tiempo, mis papás aprendieron a relajarse un poco. Mi papá me cantaba canciones suaves, mientras mi mamá me sostenía en sus brazos. Empezaron a conocerme mejor, aprendiendo qué significaban mis pequeños gestos, cuándo tenía hambre o cuándo solo necesitaba un poco de consuelo. Pero también, tuvieron que enfrentar una noticia que cambiaría sus vidas.
El reto del corazón de mamá
Durante una de las revisiones de rutina después de mi nacimiento, los doctores descubrieron que mi mamá tenía un problema en su corazón. Era algo que ella no había sabido antes, pero ahora, siendo mamá, necesitaba estar más fuerte que nunca. Este diagnóstico trajo preocupación a nuestra familia, pero también trajo una oportunidad para demostrar cuánto amor y apoyo nos teníamos unos a otros.
Mi papá fue increíble durante ese tiempo. Aunque sé que estaba preocupado, nunca lo dejó ver. Siempre estaba ahí para mi mamá, asegurándose de que ella tuviera todo lo que necesitaba. Y mi mamá, a pesar de todo, nunca dejó de sonreírme. Me miraba con ojos llenos de amor y determinación, como si yo fuera su mayor razón para mantenerse fuerte.
Mientras crecía, mis papás siempre me contaban historias de cómo fui un bebé muy especial, no solo por las circunstancias de mi nacimiento, sino también por la fuerza que había traído a nuestra familia. Mi papá decía que mi llegada les enseñó lo importante que era aprovechar cada momento juntos, y mi mamá me decía que, a pesar de las dificultades, siempre encontraríamos una manera de ser felices.
La amistad de Luisito
A medida que fui creciendo, descubrí algo increíblemente valioso: la amistad. Aunque mi familia era mi primer refugio, aprendí que las amistades también pueden ser una fuente de amor y apoyo. Mi primer amigo fue un niño del vecindario llamado Juanito. Él vivía al otro lado de la calle, y un día, mientras jugábamos en el parque, nos dimos cuenta de que teníamos muchas cosas en común. Nos encantaba correr, saltar y explorar cada rincón del lugar.
Juanito y yo nos volvimos inseparables. Hacíamos todo juntos: desde construir castillos de arena hasta compartir nuestras meriendas. A veces, mi mamá se preocupaba por mi corazón, pero siempre estaba ahí para recordarme que debía disfrutar de mi infancia, aunque tuviera que tomar ciertos cuidados. Con el tiempo, me di cuenta de que la amistad también consistía en cuidar de los demás, igual que mis papás habían cuidado de mí desde el principio.
Juanito y yo aprendimos juntos el valor de compartir, de apoyarnos en los momentos difíciles, y de reír en los buenos. Siempre recordaré las largas tardes jugando en el parque, corriendo descalzos por la hierba y soñando con grandes aventuras que algún día viviríamos. Cada momento con él me enseñaba algo nuevo sobre la vida, y sobre cómo el cariño entre amigos podía ser tan importante como el amor de la familia.
Con el paso de los años, mi amistad con Juanito se hizo aún más fuerte. No solo éramos compañeros de juegos, sino que también compartíamos nuestras pequeñas preocupaciones y alegrías. Él se convirtió en mi confidente, la persona con la que siempre podía contar. Había algo en esa conexión que hacíamos al compartir nuestras meriendas, subir juntos a los árboles o simplemente correr bajo la lluvia, que nos unía de una manera especial.
Mis papás siempre me animaban a valorar a mis amigos, y yo sabía que Juanito era alguien especial en mi vida. Un día, mientras jugábamos con nuestros carritos en el jardín de mi casa, Juanito me confesó algo que me dejó sin palabras. Me dijo que su papá había conseguido un trabajo en otra ciudad, y que se mudarían pronto. Al principio, no supe qué decir. ¿Cómo iba a ser la vida sin mi mejor amigo? La noticia me llenó de tristeza, pero Juanito, con su sonrisa tranquila, me recordó que aunque estuviéramos lejos, siempre podríamos seguir siendo amigos.
Ese día nos prometimos algo muy importante: no dejaríamos que la distancia nos separara. Haríamos todo lo posible para seguir siendo los mejores amigos, aunque ya no pudiéramos vernos todos los días. Le di a Juanito uno de mis carritos favoritos, y él me dio su coche de bomberos rojo. Así, cada vez que jugáramos con esos juguetes, nos acordaríamos el uno del otro.
El cambio en mi vida
Después de que Juanito se fue, las cosas fueron diferentes para mí. Sentía su ausencia en cada rincón del parque, en cada juego que solíamos compartir. Sin embargo, mis papás estaban siempre ahí para consolarme. Mi mamá me decía que las amistades verdaderas no desaparecen con la distancia, y que siempre podría encontrar la manera de hablar con Juanito. Y así fue, nos escribíamos cartas y, de vez en cuando, hacíamos videollamadas. Aunque ya no podíamos correr juntos ni compartir la merienda en persona, nuestra amistad seguía viva.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.