Óscar siempre había soñado con conocer los rincones más alejados del espacio. Creció mirando al cielo desde la cúpula de su hogar en Titán, una de las lunas más grandes de Saturno. Cada noche, las estrellas parecían parpadearle, como si lo invitaran a explorar lo desconocido. Años más tarde, ese sueño lo llevó a una de las universidades más prestigiosas del sistema solar, ubicada en Saturno, donde se especializaban en el desarrollo de nuevas tecnologías espaciales.
Fue allí donde conoció a Sile. Ella era una de las estudiantes más brillantes del programa de ingeniería espacial, y aunque al principio no se notaron mutuamente, el destino tenía otros planes. Un día, ambos fueron asignados a un proyecto conjunto que tenía como objetivo revolucionar la forma de viajar por el espacio. Estaban buscando una solución para hacer más eficiente el uso del combustible en las naves espaciales, lo que permitiría viajes más largos y sostenibles. Era una tarea compleja, pero ambos compartían una pasión por descubrir los secretos del cosmos.
Pasaron largas noches trabajando en los laboratorios de la universidad, pero también en el «navecine», un lugar especial que se había convertido en el rincón favorito de los estudiantes. Allí, las películas no se proyectaban en una pantalla común, sino que se reflejaban en un cristal en medio de las estrellas y galaxias. Óscar y Sile se quedaban hasta altas horas de la madrugada, disfrutando de películas antiguas sobre exploraciones espaciales, con las constelaciones brillando a su alrededor como un telón de fondo.
Entre fórmulas, risas y charlas interminables sobre el futuro de la tecnología espacial, la relación entre Óscar y Sile floreció. Compartían un amor por la aventura y por lo desconocido, pero también por algo más sencillo: la comida. Cada vez que tenían la oportunidad de viajar a otros planetas cercanos, se arriesgaban a probar todos los tipos de bocadillos posibles. Desde las especias ardientes de los mercados de Marte hasta las gelatinas saladas de Neptuno, no había platillo que no quisieran degustar. Lo hacían casi como una tradición, celebrando cada pequeño logro con un nuevo y exótico bocadillo.
Con el paso del tiempo, su amistad se transformó en algo más profundo. Óscar se dio cuenta de que Sile no solo compartía su pasión por las estrellas, sino también su corazón. Un año después de haberse conocido, y tras innumerables aventuras compartidas, Óscar decidió dar el paso más importante de su vida. Llevó a Sile en una nave pequeña a una de las lunas más tranquilas del espacio, una luna sin nombre que giraba alrededor de un planeta lejano. Allí, bajo el resplandor de millones de estrellas y con la Vía Láctea como testigo, Óscar se arrodilló y le propuso matrimonio.
Sile, con lágrimas en los ojos y una sonrisa que iluminaba más que las estrellas a su alrededor, dijo que sí. Se abrazaron mientras el universo parecía detenerse por un momento, solo para ellos dos. Un año terrestre más tarde, se casaron en un pequeño asteroide que había sido transformado en un jardín flotante para la ocasión. Fue una boda íntima, rodeados de sus amigos más cercanos y compañeros de la universidad, con Saturno brillando en el horizonte.
Después de la boda, Óscar y Sile continuaron con sus viajes por el espacio, pero esta vez no estaban solos. Unos años más tarde, vino al mundo su hijo, Benja. Desde el primer momento, Benja demostró tener el mismo espíritu aventurero que sus padres. Aunque aún era solo un bebé, llevaba su propio traje espacial a juego con el de su madre, y parecía fascinado por todo lo que lo rodeaba. Cada planeta que visitaban, cada rincón del espacio que exploraban, Benja estaba allí, riendo y jugando con los pequeños juguetes que flotaban en la nave en gravedad cero.
Juntos, hicieron un espacio especial en la nave familiar, donde colocaron una cuna flotante para Benja y una pequeña sala de juegos con pelotas y juguetes que podían flotar a su alrededor. Les gustaba imaginar que Benja, al crecer, sería incluso más curioso que ellos, explorando los confines del universo con la misma pasión que ellos dos. A pesar de los riesgos que implicaba viajar por el espacio, Óscar y Sile siempre se aseguraban de que Benja estuviera protegido y feliz. Se reían cuando el pequeño comenzaba a probar los diferentes bocadillos que encontraban en sus viajes, y aunque Benja aún era muy joven para disfrutar de los sabores más exóticos, parecía divertirse intentando comer cualquier cosa que sus padres le ofrecieran.
La vida en el espacio no siempre era fácil, pero estaba llena de momentos especiales. Se reían juntos cuando la gravedad cero hacía que sus pelotas y juguetes flotaran de un lado a otro de la nave, y pasaban horas jugando en la cabina de mando, donde Benja observaba con ojos curiosos cómo sus padres manejaban la nave entre las estrellas.
El amor que compartían Óscar y Sile no solo era evidente en las pequeñas cosas, como en la forma en que se miraban cuando veían una película en el navecine o en la manera en que se turnaban para cuidar a Benja en los viajes largos. También estaba presente en la forma en que enfrentaban los desafíos juntos. Cuando algo iba mal en la nave, cuando una tormenta de asteroides se interponía en su camino o cuando el sistema de navegación fallaba, siempre trabajaban como un equipo, confiando el uno en el otro.
Con el tiempo, su pequeña familia se volvió una leyenda entre los viajeros del espacio. Otros exploradores contaban historias de la pareja que se había enamorado en una universidad de Saturno y que ahora viajaba con su hijo por los rincones más alejados del universo, probando nuevos bocadillos y enfrentando cada aventura con una sonrisa en los labios.
Al final, lo que hacía que cada día en el espacio fuera especial no era solo la emoción de descubrir nuevos mundos o de probar nuevas comidas, sino el hecho de que estaban juntos, como familia. Bajo las estrellas de Saturno, entre galaxias lejanas y planetas desconocidos, Óscar, Sile y Benja creaban su propia historia de amor, una que duraría tanto como las estrellas que brillaban sobre ellos.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.