Había una vez, en la ciudad más grande del mundo, dos personas que se querían tanto que, aunque sus cuerpos estaban separados por una distancia enorme, sus pensamientos y corazones siempre estaban cerquita, tan cerca que podían sentir el latido del otro, como si estuvieran a solo unos pasos de distancia. Sus nombres eran Isa y Alber, y vivían en dos extremos de una ciudad donde las distancias se medían en cientos de kilómetros. Para ellos, la ciudad parecía infinita, y el único medio que lograba acortar las distancias de verdad era el avión.
Cada día, Isa y Alber se comunicaban de todas las formas posibles. Se enviaban mensajes, hablaban por teléfono, y por las noches, antes de dormir, miraban al cielo, buscando las mismas estrellas. Sabían que aunque estaban separados por kilómetros de edificios, carreteras y luces, el cielo era el mismo, y en ese vasto espacio compartido encontraban un consuelo especial.
Su amor crecía con el tiempo, ocupando todos los espacios de sus vidas. Era como una luz cálida que los acompañaba en sus días más difíciles, y les daba fuerzas para seguir adelante. Sin embargo, conforme ese amor crecía, también comenzaba a crecer otro sentimiento: el miedo. Isa, a pesar de amar a Alber con todo su corazón, comenzó a sentirse insegura. Se preguntaba si era suficiente, si el amor que sentían era real o si algún día Alber se alejaría.
Esa inseguridad empezó a nublar los momentos felices que compartían. Isa sentía que, a veces, el miedo oscurecía todo, como si una noche interminable cayera sobre su relación. Cada mensaje que recibía de Alber era como una pequeña estrella fugaz en la oscuridad, iluminando su vida por un breve instante, pero luego desapareciendo tan rápido como había llegado.
Por su parte, Alber también sentía el cambio en Isa. Notaba cómo sus conversaciones, antes llenas de risas y cariño, se volvían más silenciosas y llenas de preguntas. Él no entendía qué estaba pasando, pero sabía que algo había cambiado. A pesar de la distancia, Alber intentaba recordarle a Isa lo mucho que la quería, pero parecía que el miedo se interponía entre ellos, como un muro invisible.
El invierno llegó, y con él, las noches frías y largas. La sensación de estar atrapados en esa oscuridad constante hizo que Isa y Alber se enfrentaran a una difícil decisión: ¿Debían soltarse o aferrarse aún más fuerte? Soltar significaba dejar ir el amor que los había acompañado y enfrentarse a la soledad. Pero aferrarse significaba luchar contra los miedos y enfrentarlos juntos, sin importar las distancias o las inseguridades.
Una noche, Isa miraba por la ventana de su habitación, observando las luces de la ciudad y las estrellas que brillaban en el cielo. Recordó todas las veces que Alber le había dicho que, aunque estuvieran lejos, siempre estarían conectados. En ese momento, algo en su corazón le dijo que tenía que luchar por ese amor, que no podía dejar que el miedo destruyera lo que habían construido.
Decidió que no dejaría que la oscuridad ganara. Esa misma noche, tomó el teléfono y llamó a Alber.
—Alber, ¿estás mirando las estrellas? —preguntó Isa con una voz suave.
—Sí —respondió Alber desde el otro lado de la ciudad—. Siempre las miro pensando en ti.
Isa sonrió, sintiendo que su corazón latía al unísono con el de Alber, aunque estuvieran tan lejos.
—Quiero que sepas algo —dijo Isa—. A veces, tengo miedo. Miedo de no ser suficiente, miedo de que lo que sentimos no sea real. Pero me he dado cuenta de que ese miedo no es más fuerte que lo que siento por ti. No quiero que la oscuridad nos separe. Quiero aferrarme a ti, a nuestro amor.
Alber escuchó en silencio, dejando que las palabras de Isa llenaran el espacio entre ellos. Luego, respondió con una voz llena de cariño.
—Isa, yo también he sentido miedo. Pero cada día que pasa, sé que no hay nada más real que lo que siento por ti. No importa la distancia, no importa lo que pase, siempre estaremos juntos, porque nuestro amor es más fuerte que cualquier cosa.
Esa noche, mientras miraban el cielo, Isa y Alber decidieron que se aferrarían con todas sus fuerzas. Sabían que no sería fácil, que habría días en los que el miedo volvería, pero también sabían que juntos, podían superar cualquier obstáculo.
El invierno pasó lentamente, pero cada día que pasaba, Isa y Alber sentían que la luz volvía a sus vidas. La primavera trajo consigo nuevas esperanzas y la certeza de que el amor que compartían no dependía de la distancia, sino de la conexión que tenían en sus corazones.
Con el tiempo, lograron encontrarse más seguido, acortando las distancias con vuelos, cartas y, sobre todo, con el amor que seguía creciendo, como una llama que nunca se apagaba. Aprendieron que el miedo es solo una parte del amor, pero que lo importante es enfrentar ese miedo juntos.
Y así, Isa y Alber siguieron viviendo en la ciudad más grande del mundo, donde las distancias podían ser enormes, pero nunca lo suficiente como para separarlos. Porque aunque sus cuerpos estuvieran lejos, sus corazones siempre estaban muy cerquita, latiendo al unísono bajo el mismo cielo estrellado.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.