Había una vez, en una pequeña casita al borde de un enorme bosque, cuatro hermanos que se querían muchísimo. Eran Ari, Gael, Oli y Rafa, y aunque eran muy diferentes entre sí, todos compartían una cosa: su amor por los animales. Cada día jugaban con sus mascotas y cuidaban de todos los animales que se acercaban a su casa. Desde aves que cantaban en los árboles hasta conejos que saltaban por el jardín, todos los animales eran sus amigos.
Un día, los cuatro hermanos decidieron que querían ir a explorar el bosque. Habían escuchado muchas historias sobre ese lugar, pero nunca se habían aventurado tan adentro. Aunque el bosque parecía grande y misterioso, no tenían miedo. Sabían que los animales del bosque no les harían daño, porque ellos siempre los habían tratado con mucho cariño.
Ari, que tenía 3 años, llevaba su osito de peluche. Gael, con solo 2 años, sonreía todo el tiempo, mostrando sus pequeños dientes. Oli, el mayor con 4 años, llevaba un mapa en la mano, preparado para guiar a sus hermanos. Rafa, el más pequeño, solo tenía 1 año, pero su pequeño sombrero amarillo lo hacía parecer muy valiente.
Con sus risas y voces alegres, caminaron por el bosque. Las hojas crujían bajo sus pies, y el sol se filtraba suavemente a través de las copas de los árboles. El aire fresco del bosque les hacía sentirse felices. Mientras caminaban, escucharon el canto de un pájaro en un árbol cercano, y todos miraron hacia arriba.
—¡Miren! —exclamó Gael señalando al pájaro—. ¡Está cantando para nosotros!
Los niños se quedaron quietos, mirando al pájaro que seguía cantando con alegría. Ari abrazó a su osito de peluche y dijo:
—Los animales son tan bonitos. Me gusta escucharlos.
Pero mientras caminaban más y más adentro del bosque, algo extraño sucedió. El camino comenzó a volverse más oscuro, y las sombras de los árboles parecían alargarse. Aunque no tenían miedo de los animales, algo en el ambiente los hizo sentirse un poco confundidos. Oli sacó el mapa y lo miró con atención.
—Creo que nos hemos alejado mucho de casa —dijo Oli—. Tal vez necesitamos encontrar el camino de regreso.
Los hermanos miraron a su alrededor. Todo parecía tan diferente ahora. Los árboles eran más grandes y las plantas más espesas. Pero, en lugar de asustarse, miraron a los animales que los rodeaban. Un conejo saltó cerca de ellos, y los niños lo saludaron alegremente.
—¡Hola, conejito! —dijo Rafa, aunque solo sabía decir unas pocas palabras.
El conejo los miró con curiosidad y luego saltó hacia un arbusto cercano. Ari sonrió y abrazó a Rafa, mientras Gael preguntaba:
—¿Cómo volvemos a casa?
Justo en ese momento, un ciervo apareció entre los árboles. Tenía un pelaje suave y brillante, y sus ojos eran amables. Los hermanos lo miraron sorprendidos, pero no tenían miedo. Todos se acercaron lentamente al ciervo, y Oli, que siempre sabía qué hacer, le habló con voz suave.
—¿Puedes ayudarnos a encontrar el camino a casa? —le preguntó.
El ciervo los miró fijamente durante un momento y luego asintió con la cabeza. Sin decir una palabra, comenzó a caminar por el bosque, y los hermanos decidieron seguirlo.
—¡Vamos, niños! —dijo Ari con entusiasmo—. ¡El ciervo nos ayudará!
El ciervo los condujo por el bosque, saltando ágilmente entre los árboles. Mientras caminaban, comenzaron a notar que el bosque no era tan oscuro como antes. La luz del sol parecía filtrarse nuevamente, iluminando el sendero que el ciervo había elegido. Los niños caminaron con confianza, sabiendo que el ciervo los guiaba.
A medida que avanzaban, un grupo de aves voló sobre ellos, haciendo círculos en el aire, como si también estuvieran saludando a los hermanos. Gael aplaudió emocionado.
—¡Miren cuántos pájaros! —dijo.
Ari levantó su osito y gritó:
—¡Nos están diciendo que vamos bien!
Finalmente, después de un rato, el ciervo se detuvo y señaló con su cabeza un pequeño sendero que se abría entre los árboles. Los niños miraron el sendero con esperanza, y Oli, que ya no necesitaba el mapa, sonrió al ver que todo comenzaba a parecerse al camino de regreso a casa.
—¡Creo que hemos llegado! —dijo Oli, mirando con alegría a sus hermanos.
El ciervo los miró por última vez antes de desaparecer entre los árboles. Los niños, aunque un poco tristes de despedirse de su amigo, sabían que todo iba a estar bien.
—Gracias, ciervo. Nos ayudaste mucho —dijo Gael con una sonrisa.
Los niños siguieron el sendero hasta que, al fin, vieron su casa al fondo. Corrieron rápidamente hacia ella, emocionados por regresar, pero también agradecidos por la aventura que habían vivido. Mientras se acercaban a la puerta, Ari, con su osito de peluche bajo el brazo, se volteó y miró al bosque.
—¡Nunca olvidaremos este bosque mágico! —dijo.
Los hermanos se abrazaron, felices de haber superado su pequeña aventura. Sabían que, mientras se cuidaran entre ellos y respetaran a los animales, nunca tendrían que temer al bosque ni a nada en el mundo.
Conclusión: Los cuatro hermanos aprendieron algo muy importante ese día. Aunque el bosque era un lugar misterioso, no necesitaban tener miedo si confiaban en los animales y en el amor que sentían por la naturaleza. Cuando se cuidan unos a otros, todo es posible, incluso encontrar el camino de regreso a casa con la ayuda de los amigos más especiales que se pueden tener: los animales.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.