Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de colinas suaves y grandes extensiones de prados verdes, un niño llamado Edgar. Edgar era conocido por su curiosidad insaciable y su amor por la naturaleza. A menudo se aventuraba solo en el bosque cercano, escuchando los susurros de las hojas y observando el vuelo de las mariposas.
Un día, mientras exploraba una parte del bosque que le era desconocida, Edgar tropezó con un árbol extraordinariamente grande y antiguo. Era tan alto que parecía tocar el cielo, y sus hojas brillaban con un tono verde esmeralda que nunca había visto antes. Pero lo que realmente captó la atención de Edgar fue que el árbol tenía un rostro, y no cualquier rostro, sino uno que sonreía con dulzura y parecía estar esperando a Edgar.
— Hola, pequeño amigo — dijo el árbol con una voz que resonaba como el viento a través de las hojas. — Me llamo Arbolius, y soy un árbol mágico.
Edgar, aunque inicialmente sorprendido, pronto encontró la voz del árbol tranquilizadora y amigable.
— ¿Un árbol mágico? ¿Qué puedes hacer? — preguntó Edgar, su curiosidad creciendo más que su sorpresa.
— Puedo hacer muchas cosas — respondió Arbolius. — Puedo cambiar los colores de mis hojas con solo pensar en ello, hacer que frutos deliciosos crezcan instantáneamente, y lo más especial de todo, puedo conceder deseos.
— ¿Conceder deseos? — Edgar estaba asombrado. — ¿Cómo es eso posible?
— Cada cien años, tengo el poder de conceder un único deseo a alguien que tiene un corazón puro y amable, y hoy, Edgar, tú has encontrado ese privilegio — explicó Arbolius.
Edgar pensó cuidadosamente. Había muchas cosas que podría desear; juguetes, libros, aventuras en tierras lejanas… pero entonces pensó en su abuela, que estaba en casa y había estado enferma durante algún tiempo.
— ¿Podría pedir algo para alguien más? — preguntó Edgar.
— Por supuesto — dijo Arbolius, su corteza crujiente en lo que parecía una sonrisa aún más amplia.
— Quisiera pedir que mi abuela se recupere completamente y vuelva a ser tan saludable como cuando era joven — dijo Edgar sin vacilar.
El árbol mágico brilló con una luz cálida y suave. Las hojas susurraron entre sí, y un viento fresco sopló a través del bosque.
— Tu deseo es puro y generoso, y será concedido — declaró Arbolius.
Al regresar a casa, Edgar encontró a su abuela en el jardín, plantando flores, su rostro radiante de salud y sus ojos llenos de energía.
— ¡Edgar! — exclamó ella, corriendo a abrazarlo. — No sé qué ha pasado, pero me siento maravillosa.
Edgar sonrió, sabiendo en su corazón que había hecho la elección correcta. A partir de ese día, visitó a Arbolius regularmente, contándole historias sobre su abuela y sus aventuras juntos. El árbol siempre escuchaba con atención y, a veces, el bosque entero parecía escuchar con él.
Y así, Edgar aprendió que la magia más grande no siempre viene de los deseos cumplidos, sino del amor y la bondad que compartimos con los demás. Y mientras Edgar crecía, siempre llevaba consigo la magia de ese día especial junto al Árbol Mágico.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.