En un rincón acogedor de la ciudad, donde las calles se adornaban con risas infantiles y los árboles danzaban al son del viento, vivía una niña de cinco años llamada Lola. Lola tenía los ojos grandes y curiosos, y una cabellera marrón que brillaba bajo el sol. Siempre vestía un vestido amarillo que parecía capturar la luz del día.
Un tranquilo sábado por la mañana, Lola estaba en su salón jugando con sus muñecas. Sus padres estaban ocupados con tareas del hogar, y su hermano Carlos, un poco mayor que ella, estaba absorto en un libro de aventuras. En la mesa del salón, el ordenador de su padre permanecía abierto, mostrando una pantalla llena de colores y formas.
Curiosa como siempre, Lola se acercó sigilosamente al ordenador. Algo brillaba intensamente en el teclado, capturando su atención. Era una tecla especial, diferente a las demás, con un brillo hipnotizante. Sin poder resistirse, Lola extendió su pequeña mano y presionó la tecla.
En un abrir y cerrar de ojos, el mundo alrededor de Lola cambió. La sala de estar desapareció, y se encontró de pie en un lugar completamente diferente, rodeada de colores y luces deslumbrantes. Frente a ella, un gran cartel decía: «Bienvenido a Symbaloo».
Symbaloo era un mundo mágico, donde el cielo cambiaba de color cada minuto y el suelo estaba cubierto de hierba suave y esponjosa. Árboles gigantes de frutas exóticas se alzaban hacia el cielo, y criaturas fantásticas volaban y correteaban a su alrededor.
Mientras Lola observaba asombrada, tres niños aparecieron ante ella. Eran Lucas, un niño con pelo rubio desordenado y una camiseta roja, siempre con un cohete de juguete en la mano; Ana, una niña con cabello negro ondulado y gafas, que llevaba un libro bajo el brazo; y su hermano Carlos, quien parecía tan sorprendido como ella.
«¡Estás en Symbaloo!», exclamó Lucas con una sonrisa. «Es un mundo donde todo es posible y las aventuras nunca terminan».
Lola, aún asombrada, se unió a los niños en una exploración por este nuevo y emocionante mundo. Cruzaron ríos de chocolate y montañas de gelatina, encontraron animales que hablaban y plantas que cantaban.
Sin embargo, no todo en Symbaloo era paz y alegría. La Reina Oscura, quien gobernaba una parte del reino, estaba decidida a robar los colores de Symbaloo para convertir todo en sombras y penumbra. Los niños, al enterarse de esto, sabían que tenían que hacer algo.
Juntos, idearon un plan para detener a la Reina Oscura. Cada uno usó sus habilidades únicas: Lucas, con su imaginación y su cohete, Ana con su conocimiento de los libros, Carlos con su valentía, y Lola con su corazón puro y su curiosidad.
Se aventuraron a través de bosques encantados y valles oscuros, enfrentando desafíos y resolviendo acertijos. En su viaje, descubrieron que la verdadera fuerza no residía en la magia del mundo, sino en su amistad y en creer el uno en el otro.
Finalmente, llegaron al castillo de la Reina Oscura. Con astucia y coraje, confrontaron a la reina y le mostraron cómo la luz y el color eran esenciales para la vida y la felicidad. Tocada por sus palabras y sus corazones valientes, la Reina Oscura cambió de parecer y decidió devolver los colores a Symbaloo.
El mundo mágico volvió a brillar con más fuerza que nunca. Los niños, después de haber salvado Symbaloo, fueron declarados héroes. Pero sabían que era hora de regresar a casa.
Lola, al despedirse de sus nuevos amigos, tocó la tecla mágica una vez más. En un parpadeo, se encontró de vuelta en su sala de estar, como si nada hubiera pasado. Corrió a contarle a sus padres y a Carlos, quien también había regresado, sobre su increíble aventura.
Desde ese día, Lola supo que siempre habría aventuras esperándola, siempre y cuando tuviera la curiosidad de buscarlas. Y aunque Symbaloo era un mundo aparte, ella llevaba su magia y sus lecciones siempre en su corazón.
Después de su asombrosa aventura en Symbaloo, Lola se encontró pensando en aquel mundo mágico a menudo. Cada noche, antes de dormir, imaginaba las increíbles criaturas y los hermosos paisajes que había visto. Pero lo que más recordaba era la amistad que había formado con Lucas, Ana y su hermano Carlos en aquel lugar misterioso.
Un día, mientras jugaba en su habitación, Lola notó que el brillo especial del ordenador volvía a aparecer. Con el corazón latiendo de emoción, corrió hacia él y, sin dudarlo, presionó la tecla mágica. En un instante, se encontró de nuevo en Symbaloo, esta vez en un campo lleno de flores que brillaban como pequeñas estrellas.
Lucas, Ana y Carlos ya estaban allí, esperándola con sonrisas brillantes. «¡Lola, has vuelto!», exclamó Ana, corriendo a abrazarla. «Tenemos una nueva aventura para ti», dijo Carlos, su voz llena de emoción.
Esta vez, el desafío era encontrar el Arcoíris Perdido, una maravilla de Symbaloo que había desaparecido misteriosamente, llevándose consigo parte de la alegría del mundo. Los niños sabían que sin el Arcoíris Perdido, Symbaloo perdería su esplendor y magia poco a poco.
Juntos, emprendieron un viaje lleno de acertijos y desafíos. Atravesaron bosques donde los árboles contaban historias antiguas, cruzaron ríos de cristal donde los peces les enseñaron melodías olvidadas y escalaron montañas donde el viento susurraba secretos del pasado.
En cada etapa de su viaje, los niños aprendieron lecciones valiosas. Lucas les enseñó sobre la importancia de la imaginación, Ana sobre el poder del conocimiento, Carlos sobre la valentía de enfrentar lo desconocido, y Lola, con su corazón puro, les recordó la importancia de la amistad y la bondad.
Finalmente, después de superar numerosos desafíos, llegaron a un valle oculto donde el Arcoíris Perdido brillaba débilmente. Descubrieron que su luz se había apagado debido a la tristeza de un pequeño dragón, el guardián del arcoíris, que había perdido a su mejor amigo, un unicornio juguetón.
Los niños, movidos por la compasión, decidieron ayudar al pequeño dragón a encontrar a su amigo. Con la ayuda de las pistas que encontraron en el camino, y la colaboración de las criaturas de Symbaloo, finalmente encontraron al unicornio, quien había quedado atrapado en un laberinto mágico.
Al reunir al dragón con su amigo, el Arcoíris Perdido volvió a brillar con todos sus colores, llenando el mundo de Symbaloo de alegría y esperanza una vez más. Los niños, al ver la felicidad que habían traído, sintieron una gran satisfacción y orgullo.
Con la misión cumplida, era hora de volver a casa. Lola, Lucas, Ana y Carlos se despidieron del dragón y del unicornio, prometiéndoles volver para vivir nuevas aventuras. Una vez más, Lola tocó la tecla mágica y regresó a su sala de estar.
Cada vez que Lola volvía de Symbaloo, se sentía más segura y feliz, sabiendo que tenía amigos en un mundo mágico y que siempre había nuevas aventuras esperándola. Su vida estaba llena de maravillas y sueños, y aunque Symbaloo era un lugar especial, ella sabía que la magia y la aventura también podían encontrarse en su propia vida, en cada rincón y en cada amistad.
Y así, Lola, Lucas, Ana y Carlos continuaron explorando tanto su mundo como el de Symbaloo, aprendiendo, riendo y creciendo juntos. En cada aventura, descubrían algo nuevo sobre sí mismos y sobre la maravillosa amistad que compartían. Y aunque cada viaje a Symbaloo llegaba a su fin, sabían que siempre habría un mañana lleno de posibilidades y nuevos mundos por descubrir.
El fin.
Cuentos cortos que te pueden gustar
El Sueño de Alejandro con la Selección de Ecuador
La Búsqueda de la Estrella Perdida
El Legado de Salvador Tío: Una Aventura de Palabras y Misterios
Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.