Felipe era un niño de ocho años lleno de imaginación. Su cabeza siempre estaba flotando entre dibujos y sueños de aventuras fantásticas. Había algo mágico en cómo combinaba sus pasiones: los juegos, la natación, el inglés y, sobre todo, su habilidad para dibujar. Siempre llevaba consigo su inseparable cuaderno de bocetos, donde creaba mundos enteros con simples trazos de lápiz. Aunque su mundo cotidiano le encantaba, Felipe no podía evitar pensar que la verdadera aventura estaba en el mundo de sus sueños, un lugar donde podía ser quien él quisiera.
Todas las tardes, después de la escuela, Felipe iba a sus clases de natación. Le encantaba la sensación del agua fresca y cómo, al nadar, parecía que podía volar. Se imaginaba que el agua era un mar lleno de criaturas fantásticas, como delfines parlantes y tortugas gigantes. Cada vez que se lanzaba al agua, en su mente era un valiente explorador cruzando los océanos más profundos en busca de tesoros perdidos.
Una tarde, después de una intensa clase de natación, Felipe decidió que quería dibujar algo especial. Quería crear el mapa de una isla misteriosa que había imaginado mientras nadaba. Se sentó junto a la piscina, con su cuaderno mojado y comenzó a trazar los contornos de la isla, con montañas altas y selvas densas. Pero justo cuando estaba terminando, una brisa suave sopló sobre el cuaderno, llevándose uno de los papeles. El papel voló hacia el agua y, al intentar atraparlo, Felipe perdió el equilibrio y cayó al agua con un chapuzón.
Pero algo extraño sucedió. Cuando salió a la superficie, ya no estaba en la piscina de siempre. El agua era cristalina, y a lo lejos, Felipe podía ver la misma isla que acababa de dibujar. Parpadeó sorprendido. ¿Estaba soñando? No lo sabía, pero no tenía miedo. En cambio, estaba emocionado. ¡Era su oportunidad de explorar aquella isla!
Felipe nadó hasta la orilla de la isla, donde fue recibido por un grupo de criaturas curiosas. Había un delfín que le sonreía, y una tortuga que caminaba despacio hacia él. “¡Hola, Felipe!”, dijo el delfín. “Sabíamos que vendrías. Esta es tu isla, después de todo.”
Felipe no podía creerlo. “¿Mi isla? ¿Cómo es eso posible?”
La tortuga, con su voz profunda y pausada, respondió: “Tú la has creado con tus dibujos y tus sueños. Este lugar es una mezcla de todas las aventuras que has imaginado.”
Felipe miró alrededor asombrado. Era verdad. Reconoció las montañas que había dibujado, las selvas, incluso un viejo barco pirata que había garabateado en su cuaderno una vez. Pero no había tiempo que perder. Sabía que debía explorar. “¿Hay algún tesoro escondido?”, preguntó emocionado.
El delfín soltó una carcajada. “Eso depende de lo que consideres un tesoro.”
Decidido, Felipe emprendió su aventura. Cruzó ríos llenos de peces de colores, escaló montañas que tocaban el cielo y se adentró en selvas donde las plantas susurraban secretos. Cada paso que daba, cada rincón que exploraba, estaba lleno de las cosas que había imaginado y dibujado en su cuaderno.
Pero en medio de toda la diversión, Felipe se dio cuenta de algo importante. Lo que realmente hacía especial a esa aventura no era el tesoro, ni los paisajes increíbles, sino las criaturas con las que compartía su viaje. El delfín, la tortuga, y muchos otros animales que había conocido en la isla se convirtieron en sus amigos. Se dio cuenta de lo importante que era tener amigos que te apoyen en cada aventura, ya sea en el agua o en la imaginación.
Sin embargo, Felipe también sabía que no podía quedarse en la isla para siempre. Había prometido a sus padres que estaría de vuelta para la cena, y aunque le costara despedirse, sabía que siempre podría volver a la isla cuando cerrara los ojos y comenzara a soñar. “Gracias por la aventura”, dijo Felipe, abrazando al delfín y la tortuga.
El delfín sonrió y dijo: “Las aventuras nunca terminan, Felipe. Solo cambian de escenario.”
Felipe cerró los ojos y, al abrirlos, estaba de vuelta en la piscina, con su cuaderno flotando junto a él. Miró el reloj y vio que aún quedaba tiempo antes de la cena. Sonrió, sabiendo que su próxima gran aventura siempre estaba a un sueño de distancia.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.