Había una vez un joven llamado A, que vivía en un pequeño pueblo al borde de un gran bosque. A era muy curioso y le encantaba explorar la naturaleza. Pasaba horas caminando por los senderos del bosque, mirando las flores, los árboles y los animalitos que encontraba. Cada día, el bosque le mostraba algo nuevo y emocionante, y A nunca se cansaba de descubrir.
Un día, mientras caminaba por un sendero que nunca había visto antes, A se encontró con algo extraño. En el suelo, medio enterrada entre las hojas caídas, había una antigua llave dorada. La llave brillaba bajo el sol, y A la recogió con mucho cuidado.
—¿Qué abrirá esta llave? —se preguntó A, mientras la sostenía en sus manos.
Decidió que debía averiguarlo. Con la llave en el bolsillo, siguió caminando por el sendero, que lo llevó a un claro del bosque donde se alzaba un viejo roble. Pero este no era un roble cualquiera. Tenía una puerta en su tronco, una puerta pequeña y muy antigua, con una cerradura oxidada.
—¡Debe ser para esto! —dijo A emocionado, sacando la llave dorada.
Sin dudarlo, A insertó la llave en la cerradura. La puerta hizo un suave clic y se abrió con un crujido. Detrás de la puerta no había más tronco de árbol, sino un camino brillante y lleno de colores que parecía ir a otro mundo. Sorprendido y curioso, A decidió entrar.
Al dar su primer paso, se dio cuenta de que había llegado a un lugar mágico. Todo a su alrededor era diferente. Los árboles eran de colores brillantes, y había criaturas que volaban y brillaban como estrellas. El cielo no era como el que él conocía; estaba lleno de luces y figuras que se movían como si fueran dibujos en movimiento. ¡Era un mundo increíble!
A comenzó a explorar este lugar nuevo, asombrado por todo lo que veía. Había flores que cantaban, ríos que brillaban como el cristal, y animales que parecían salidos de un sueño. Pero mientras avanzaba, notó algo extraño. Poco a poco, las luces que iluminaban el cielo empezaron a apagarse, y el brillo de las cosas se hacía cada vez más tenue.
De repente, una pequeña criatura apareció frente a A. Era un ser diminuto con alas brillantes y ojos grandes y redondos. Se llamaba Lumina.
—¡Hola! —dijo Lumina con una voz suave—. Bienvenido a nuestro reino mágico. Pero necesitamos tu ayuda.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó A, mirando a su alrededor.
—El Cristal de la Luz ha desaparecido —dijo Lumina, volando cerca de A—. Sin él, nuestro reino se quedará en la oscuridad, y todas las criaturas mágicas perderán su brillo.
A se sintió triste al escuchar esto. Sabía que debía ayudar.
—¿Cómo puedo encontrar el Cristal de la Luz? —preguntó.
Lumina lo miró con esperanza.
—Debes viajar más allá de las montañas nevadas, cruzar el río de estrellas, y buscar en la Cueva del Tiempo. Allí, el Cristal de la Luz está escondido.
A, decidido a ayudar, aceptó la misión sin dudar.
—¡Voy a encontrarlo! —dijo A con confianza.
Y así comenzó su viaje. Primero, A tuvo que escalar las montañas nevadas. El viento era frío y fuerte, pero A siguió adelante, trepando con cuidado y determinación. A lo lejos, podía ver cómo las luces del reino se apagaban lentamente, y eso lo hizo moverse más rápido. Después de un largo ascenso, llegó a la cima de las montañas. Desde allí, vio el río de estrellas brillando a lo lejos.
El río de estrellas era un espectáculo increíble. Las aguas del río no eran como el agua común, sino que brillaban y relucían como si estuvieran llenas de pequeñas estrellas. Pero había un problema: no había un puente para cruzarlo.
Justo cuando A pensaba cómo podría pasar al otro lado, apareció un pez gigante que nadaba entre las estrellas.
—¡Sube a mi espalda! —dijo el pez con una voz amistosa.
A, agradecido, saltó sobre la espalda del pez, y juntos cruzaron el río de estrellas. Al llegar al otro lado, A se despidió del pez y continuó su camino hacia la Cueva del Tiempo.
Finalmente, A llegó a la entrada de la cueva. La puerta de la cueva estaba hecha de piedra antigua, y dentro se oía un eco lejano. A sabía que debía entrar, así que con valentía dio el primer paso.
Dentro de la cueva, todo estaba oscuro, pero en el centro brillaba una luz suave. Allí, sobre una roca, descansaba el Cristal de la Luz. Era un objeto hermoso, que brillaba como si tuviera el sol dentro. A se acercó con cuidado y tomó el cristal en sus manos. En ese momento, una cálida luz llenó toda la cueva.
—¡Lo encontré! —exclamó A, emocionado.
Con el Cristal de la Luz en sus manos, A salió de la cueva y comenzó su regreso al reino mágico. El viaje de vuelta fue más rápido, pues la luz del cristal iluminaba todo a su alrededor, y el reino empezó a brillar de nuevo.
Cuando A regresó al claro del bosque, Lumina y las demás criaturas mágicas lo estaban esperando.
—¡Has salvado nuestro reino! —dijo Lumina, volando a su alrededor.
A sonrió y colocó el Cristal de la Luz en su lugar, en el centro del reino. De inmediato, todo volvió a brillar con más fuerza que antes. El cielo se iluminó, las flores cantaron más fuerte, y las criaturas mágicas volaron felices por todo el reino.
—Gracias por tu valentía —dijo Lumina—. Siempre serás bienvenido en nuestro mundo.
A se despidió de sus nuevos amigos y regresó al viejo roble. Sabía que, aunque volvía a su pueblo, el reino mágico siempre estaría allí, esperando por él.
Y así, A, con su corazón lleno de aventuras, regresó a casa, sabiendo que siempre habría más misterios por descubrir en el mundo, si uno sabía dónde buscar.
Cuentos cortos que te pueden gustar
El Despertar del Grafeno
Aventuras en el Espacio
El Pueblo de la Tabla Periódica
Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.