En un rincón muy especial de México, cerca del susurro constante de las olas y bajo el cálido sol, se alzaba una casa tan grande que parecía abrazar el cielo. Esta no era una casa común, pues dentro de sus coloridas paredes vivían Espinella y Amatista, dos hermanas unidas no solo por la sangre sino por una amistad inquebrantable y unos poderes mágicos asombrosos.
Espinella, la mayor de dieciocho años, tenía el don de estirarse como si fuera de goma. Podía alcanzar las nubes si quería, pero prefería usar su habilidad para tocar melodías en el piano desde el otro lado de la sala o para coger los ingredientes más inalcanzables de los estantes sin moverse de su sitio. Amatista, por su parte, con doce años, poseía el extraordinario poder de crear helado con solo un toque de sus dedos, transformando el aire en deliciosas espirales heladas de sabores nunca antes imaginados.
A pesar de su juventud, las hermanas trabajaban arduamente. Sus padres, conscientes del esfuerzo diario de sus hijas, les traían comida cada día. Sin embargo, Espinella y Amatista descubrieron el placer de cocinar juntas. En su enorme cocina, que miraba al mar, preparaban panqueques y cupcakes, entre risas y charlas sobre sus sueños y secretos.
Una tarde, mientras el sol comenzaba a esconderse, pintando el cielo de tonos naranjas y rosas, la abuela de Espinella y Amatista les hizo una visita. Traía consigo un pastel de chocolate tan esponjoso y oscuro como la noche sin luna. Con una sonrisa que contagiaba ternura, les pasó la receta, un tesoro familiar que ahora ellas prometieron guardar.
Movidas por el amor de su abuela y el aroma del chocolate, decidieron cocinar el pastel juntas. Amatista, con un toque, enfriaba la mezcla a la perfección, mientras que Espinella, estirándose, mezclaba los ingredientes con una habilidad que hacía parecer la cocina un baile. La casa se llenó de un olor dulce y acogedor, un aroma que solo el hogar puede tener.
Esa noche, después de cenar sus creaciones y ver su programa favorito de gatitos, las hermanas se sumergieron en álbumes de fotos familiares. Cada imagen era una historia, un recuerdo feliz que las transportaba a momentos compartidos. Risas y lágrimas se mezclaban en esa danza de recuerdos, fortaleciendo aún más el vínculo entre ellas.
Pero la noche aún guardaba una sorpresa. Al salir a la terraza, encontraron a un perrito herido, temblando bajo la sombra de la noche. Sin pensarlo, Espinella y Amatista lo acogieron en sus brazos, su corazón se llenó de una determinación cálida. Lo llevaron adentro, cuidaron sus heridas con suaves toques de magia y helado que aliviaban el dolor y lo arroparon en una manta suave.
Decidieron que sería parte de su familia. Lo llamaron Dulce, por la dulzura que había traído a sus vidas en tan corto tiempo. Dulce se recuperó, llenando la casa con sus travesuras y ladridos alegres, siendo un testigo más de la magia que llenaba cada rincón de ese hogar.
Los días seguían, y cada amanecer traía nuevas aventuras para Espinella, Amatista y Dulce. La casa gigante, cerca de la playa, era un escenario de historias maravillosas, donde la magia era tan común como el amor que las unía.
Espinella y Amatista aprendieron que no hay receta para la felicidad, pero sí ingredientes esenciales: amor, familia, y un toque de magia. Y así, entre risas, magia y cocina, las hermanas vivieron muchos más días felices, sabiendo que, sin importar lo que el futuro les reservara, siempre tendrían el uno al otro.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.