Había una vez un niño llamado Ignacio. Ignacio tenía 5 años y vivía en una casa con un gran jardín lleno de flores, árboles y muchos animalitos. Pero había un problema: a Ignacio no le gustaba cuidar ni a las plantas ni a los animales. Siempre que su mamá le pedía que regara las flores o que le diera comida a los pájaros, Ignacio hacía una mueca y decía:
—¡No me gusta cuidar la naturaleza!
Ignacio prefería quedarse jugando con sus juguetes en su habitación o viendo dibujos en la televisión. No entendía por qué debía preocuparse por las plantas o los animales. “Las plantas no hablan, y los animales pueden cuidarse solos”, pensaba.
Un día, mientras Ignacio caminaba por el jardín, sin prestar mucha atención a las plantas que pisaba, de repente, una luz muy brillante apareció frente a él. Era tan fuerte que Ignacio tuvo que cubrirse los ojos. Cuando la luz se desvaneció un poco, vio algo increíble: una pequeña hada madrina, que flotaba en el aire, con un vestido hecho de pétalos de flores y un bastón mágico en la mano.
—Hola, Ignacio —dijo el hada, con una voz dulce—. Me llamo Florinda, y soy tu hada madrina.
Ignacio la miró sorprendido. Nunca había visto un hada antes.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, sin saber si debía estar emocionado o asustado.
—He venido porque he escuchado que no te gusta cuidar la naturaleza —dijo Florinda, cruzándose de brazos con una sonrisa traviesa—. Pero, ¿sabes algo? La naturaleza es mágica, y necesita de nuestra ayuda para crecer y ser feliz.
Ignacio frunció el ceño.
—¿Mágica? —repitió—. No veo nada de mágico en las plantas ni en los animales.
Florinda rió suavemente.
—Eso es porque no has visto el mundo como lo veo yo —dijo—. Pero te voy a dar un regalo. A partir de ahora, tendrás el poder mágico de entender a todas las plantas y animales. Y no solo eso, ¡también podrás hablar con ellos!
Ignacio abrió los ojos como platos. ¿Hablar con los animales y las plantas? Eso sí que sonaba interesante. Antes de que pudiera decir algo más, el hada madrina agitó su varita, y una lluvia de polvo brillante cayó sobre Ignacio.
—Ahora ve, Ignacio, y descubre la magia que te rodea —dijo el hada, antes de desaparecer en una nube de brillantes destellos.
Ignacio, aún sorprendido, miró a su alrededor. Todo parecía igual… hasta que escuchó una voz pequeña a su lado.
—¡Oye, Ignacio! ¡Cuidado con dónde pisas!
Ignacio miró hacia abajo y vio a un pequeño ratón gris, que lo observaba con ojos brillantes. ¡Era Pérez, el ratón que siempre veía correteando por el jardín!
—¿Pérez? ¿Eres tú? —preguntó Ignacio, asombrado.
—¡Claro que soy yo! —dijo el ratón, con una sonrisa—. ¡Y por poco me pisas! Deberías tener más cuidado, amigo.
Ignacio no podía creerlo. ¡Estaba hablando con un ratón! Justo cuando estaba a punto de decir algo más, escuchó un suave ladrido detrás de él. Era su perro, Juan, que lo miraba moviendo la cola.
—Ignacio, ¿vamos a jugar? —preguntó Juan, el perro, con una voz amistosa—. Hace mucho que no jugamos a la pelota.
Ignacio no podía dejar de sonreír. ¡Podía hablar con los animales! Pero eso no era todo. De repente, escuchó una voz más suave que venía de una de las flores del jardín.
—¡Hola, Ignacio! —dijo la flor, con una vocecita dulce—. Soy Lola, el girasol. Hace mucho que no me riegas, y tengo mucha sed.
Ignacio miró al girasol con sorpresa.
—¿Tú también puedes hablar? —preguntó, agachándose para observar la flor de cerca.
—¡Claro que sí! Todas las plantas pueden hablar, solo que no nos escuchabas antes —respondió Lola—. Nos gusta el agua y el sol, pero también necesitamos que alguien nos cuide. Si no, nos sentimos tristes y no podemos crecer.
Ignacio comenzó a sentir algo extraño en su corazón. Nunca había pensado que las plantas y los animales pudieran sentir cosas como él. Se levantó de inmediato, fue a buscar una regadera y comenzó a regar a Lola y a las demás flores del jardín.
—¡Gracias, Ignacio! —dijo Lola, contenta—. Ahora me siento mucho mejor.
Pérez, el ratón, se subió a una pequeña piedra y lo miró con una sonrisa.
—¿Ves? Cuidar a la naturaleza no es tan difícil, y además, es divertido —dijo Pérez—. Todos los seres vivos necesitamos cuidado, incluso los más pequeños como yo.
Ignacio empezó a entender lo que el hada madrina quería decir. No solo se trataba de jugar o divertirse; cuidar a los animales y a las plantas hacía que todos fueran más felices, y ahora que podía hablar con ellos, sentía una conexión especial.
Pasaron los días, e Ignacio comenzó a cambiar. Ahora se despertaba cada mañana con ganas de cuidar su jardín. Regaba las plantas, conversaba con Pérez y jugaba con Juan. Además, cuidaba de los pájaros y otros animalitos que visitaban su jardín. Cada día, el jardín de Ignacio se volvía más hermoso y lleno de vida.
Una tarde, mientras Ignacio jugaba con Juan y Pérez bajo el sol, el hada madrina Florinda volvió a aparecer.
—Ignacio, estoy muy orgullosa de ti —dijo el hada, sonriendo—. Has aprendido a cuidar de la naturaleza y a entender lo importante que es para todos.
Ignacio sonrió y miró a su alrededor. El jardín estaba lleno de flores coloridas, los árboles se veían más verdes que nunca, y los animales jugaban felices.
—Gracias, hada Florinda —dijo Ignacio—. Ahora sé que cuidar a la naturaleza es algo mágico, porque cuando la cuidamos, ella nos cuida a nosotros.
El hada madrina asintió y, con un guiño, desapareció una vez más. Ignacio siguió disfrutando de su jardín, sabiendo que siempre estaría lleno de magia, mientras él continuara cuidando de todos los seres vivos que lo habitaban.
Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.