Había una vez tres hermanos llamados Paula, Dylan y Lucía. Los tres eran inseparables, siempre estaban jugando juntos, inventando historias y haciendo travesuras. Vivían en una pequeña casita en las afueras del pueblo, rodeada de árboles, flores y pájaros que cantaban por las mañanas. Sin embargo, había algo que siempre les intrigaba: el misterioso Bosque de las Hadas, que se encontraba justo detrás de su casa.
Su abuela, una mujer mayor pero muy divertida, siempre les había contado historias sobre ese bosque. Según ella, en ese lugar vivían hadas traviesas, duendes bromistas y criaturas mágicas que sólo se dejaban ver por aquellos que tenían un corazón alegre. Pero también les advertía que el bosque podía ser peligroso para quienes no respetaran sus reglas.
Una tarde soleada, mientras la abuela estaba ocupada horneando galletas en la cocina, Paula, Dylan y Lucía decidieron explorar el bosque por su cuenta. “No puede ser tan peligroso”, dijo Paula, la mayor y más valiente de los tres. “Además, seguro que las hadas nos enseñarán algunos juegos divertidos”.
Dylan, quien siempre estaba listo para una aventura, asintió emocionado. “¡Vamos, será divertido!”
Lucía, la más pequeña, los miró con ojos curiosos pero también un poco preocupados. “¿Y si la abuela se enfada?”
Paula sonrió. “Sólo vamos un ratito. No nos perderemos”.
Así que, sin pensarlo más, los tres hermanos se adentraron en el Bosque de las Hadas. Al principio, todo era maravilloso. Los árboles parecían susurrar secretos y las flores brillaban con colores tan intensos que parecían sacadas de un sueño. Caminaban juntos, riendo y disfrutando del paisaje, pero pronto se dieron cuenta de algo.
No sabían dónde estaban.
«¿No habíamos pasado ya por aquí?», preguntó Dylan, rascándose la cabeza mientras miraba a su alrededor.
«¡No sé! Todo se ve igual!», exclamó Paula, tratando de no sonar preocupada, pero claramente algo no estaba bien.
Lucía empezó a sentirse nerviosa. «Quiero volver a casa…»
De repente, se escuchó un ruido entre los arbustos. Los tres hermanos se detuvieron en seco, con los ojos muy abiertos. «¿Qué fue eso?», preguntó Dylan, mirando a su alrededor. De los arbustos salió un pequeño conejo con una nariz temblorosa que se quedó mirándolos. Los tres suspiraron aliviados.
Sin embargo, lo que no sabían era que la abuela, al notar la ausencia de los niños, había salido de la casa muy preocupada. “¿Dónde estarán estos traviesos?”, murmuraba mientras caminaba hacia el bosque con su bastón. Sabía que sólo podían haber ido a un lugar: el Bosque de las Hadas.
Después de caminar un rato, la abuela se detuvo, agotada por la búsqueda, cuando de repente escuchó una risita familiar. Al voltear, vio a una pequeña hada, flotando justo enfrente de ella. “¡No puede ser! ¡Carmela, eres tú!”, exclamó la abuela.
Carmela, el hada amiga de la abuela desde su juventud, le sonrió con picardía. “¿Qué haces por aquí, viejita? Hace años que no te veo por estos lados del bosque”.
La abuela se rió. “Mis nietos se han perdido en el bosque. Seguro que tú sabes dónde están. ¡Ayúdame a encontrarlos!”
El hada dio una vuelta en el aire y luego chasqueó los dedos. “Por supuesto. Pero no te preocupes, tus nietos están en buenas manos. De hecho, creo que les vendría bien aprender un par de lecciones divertidas”.
Mientras tanto, Paula, Dylan y Lucía seguían caminando sin rumbo, hasta que de pronto vieron algo asombroso: ¡Un grupo de hadas flotaba alrededor de un claro del bosque! Eran diminutas, pero muy luminosas, y emitían un sonido parecido a campanitas cuando se reían. Una de ellas, más grande y con alas brillantes, volaba en círculos, lanzando destellos de luz.
«¡Mira eso!», gritó Paula. «Son las hadas de las que hablaba la abuela».
Las hadas se acercaron a los niños y comenzaron a volar a su alrededor, riendo y jugando. Una de ellas, que parecía ser la líder, les habló. «Hola, pequeños aventureros. Mi nombre es Carmela. Sabemos que están perdidos, pero antes de ayudarlos a regresar, ¿qué tal si jugamos un poco?»
Dylan, que adoraba jugar, no pudo contenerse. “¿Qué tipo de juegos?”
Carmela sonrió traviesamente. “Juegos mágicos, por supuesto.”
De repente, las hadas rodearon a los hermanos y con un destello de luz, los transformaron en pequeños animales del bosque. Paula se convirtió en una ardilla, Dylan en un conejo saltarín y Lucía en un pájaro colorido. Al principio, los tres estaban en shock, pero pronto se dieron cuenta de lo divertido que era moverse por el bosque como animales.
Paula trepaba los árboles a gran velocidad, Dylan daba grandes saltos entre los arbustos y Lucía volaba libremente por el aire, disfrutando de la vista desde las alturas. Se reían tanto que casi se olvidaron de que estaban perdidos.
Mientras tanto, la abuela y Carmela observaban la escena desde la distancia, riéndose entre dientes. “Siempre supe que estos niños tenían un gran espíritu aventurero”, comentó la abuela.
“¿Qué te parece si los dejamos disfrutar un poco más antes de devolverlos a su forma original?”, sugirió Carmela con una sonrisa cómplice.
Finalmente, después de un rato de juegos, las hadas decidieron que era hora de devolver a los niños a su estado humano. Con otro destello de luz, los tres hermanos volvieron a ser ellos mismos, pero aún estaban riendo y llenos de alegría por la experiencia.
Carmela se acercó a ellos y dijo: “Ahora que saben lo divertido que puede ser el Bosque de las Hadas, espero que siempre lo respeten y recuerden que la magia está en todas partes, si saben dónde buscar”.
Los hermanos asintieron, agradecidos y maravillados por lo que habían vivido. Justo en ese momento, la abuela salió de detrás de un árbol, sonriendo de oreja a oreja. “¡Bueno, parece que se han divertido bastante!”
“¡Abuela!” exclamaron los tres al unísono, corriendo hacia ella. “¡Fue increíble! ¡Nos transformamos en animales! ¡Jugamos con las hadas!”
La abuela se rió y los abrazó. “Sabía que las hadas cuidarían de ustedes. Pero la próxima vez, díganme antes de salir al bosque, ¿de acuerdo?”
Los tres asintieron, con sonrisas traviesas en sus rostros.
Al regresar a casa, el sol comenzaba a ponerse, y el bosque se llenaba de luces brillantes de las hadas que les despedían. Carmela, desde la distancia, les guiñó un ojo y desapareció entre los árboles.
Esa noche, mientras cenaban las deliciosas galletas que la abuela había horneado, los niños no podían dejar de hablar de su aventura en el bosque. Sabían que sería una historia que contarían una y otra vez, pero también sabían que, aunque el bosque era mágico y divertido, siempre debían respetar las reglas de las hadas.
Y así, entre risas y galletas, terminaron una tarde inolvidable, prometiendo que nunca olvidarían la lección más importante de todas: en el Bosque de las Hadas, la diversión siempre va de la mano con la magia.
Fin.
Cuentos cortos que te pueden gustar
La Gran Aventura de Juan La Tortuga y Amigos
Las Traviesas Aventuras de Pablo y Manuel
Tiana y el Circo Mágico
Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.