Una mañana de sábado, todo parecía tranquilo en casa. Me desperté un poco más tarde de lo normal, disfrutando de ese dulce momento en que no tienes que preocuparte por el colegio ni las tareas. Mientras estiraba mis brazos, noté algo extraño. El silencio. Normalmente, mi perro, siempre fiel y lleno de energía, estaría ladrando para que lo sacara a pasear o saltando alrededor de la casa. Pero hoy no había ni un sonido.
«¿Dónde estará?» me pregunté mientras me levantaba lentamente de la cama.
Aún medio dormido, me puse las zapatillas y bajé las escaleras en busca de mi compañero peludo. De camino a la cocina, escuché algo aún más extraño: un grito que venía del fondo de la casa.
«¡Mi perro… se comió el pan!» gritó mi hermano, histérico.
El sonido de su voz resonaba por toda la casa, y no pude evitar sonreír mientras corría hacia la cocina. Sabía que algo cómico estaba ocurriendo.
Cuando llegué, la escena era un verdadero desastre. Mi hermano estaba de pie en medio de la cocina, con las manos en la cabeza, mirando el suelo lleno de migas. El paquete de pan, que había estado cuidadosamente guardado en la mesa la noche anterior, ahora yacía vacío y destrozado en el suelo. Y en medio del caos, estaba mi perro, sentado con la mirada más inocente que jamás había visto.
Mi hermano lo señalaba dramáticamente, como si hubiera descubierto al culpable de un gran crimen. «¡Mira lo que hizo! ¡Se comió todo el pan! ¡Todo!»
El perro, sin embargo, no parecía ni un poco preocupado. De hecho, parecía bastante satisfecho consigo mismo, como si hubiera completado la misión más importante de su vida. Con un pan en el hocico, sus ojos brillaban de orgullo, y aunque sabíamos que había sido travieso, era difícil no reírse al ver su expresión de “¿Yo? ¿Culpable?”.
«¿De verdad te comiste todo el pan?» le pregunté mientras me agachaba para recoger el paquete vacío. El perro inclinó la cabeza como si no entendiera de qué estábamos hablando, y dejó caer el último pedazo de pan que aún tenía entre sus dientes.
Mi hermano no podía creerlo. «¡Ese era el pan para el desayuno! ¿Cómo voy a sobrevivir ahora?» Se tiró dramáticamente en una silla, como si el mundo estuviera a punto de terminar. A veces podía ser un poco exagerado.
Me acerqué a mi hermano, intentando calmarlo. «Tranquilo, podemos hacer más tostadas con lo que quede por ahí.»
«¡Pero no queda nada! ¡Ni una rebanada!» replicó, señalando el suelo lleno de migas.
El perro, mientras tanto, seguía sentado, mirando de un lado a otro, esperando, tal vez, por algún tipo de elogio por su «gran hazaña». No podía evitar reírme. Era imposible enfadarse con él por mucho tiempo. Después de todo, él solo había seguido sus instintos. ¿Qué perro podría resistirse a una bolsa de pan recién abierta?
«Creo que deberíamos darle un premio por su creatividad», bromeé.
Mi hermano me miró con incredulidad. «¿Premio? ¡Deberíamos ponerle una barrera alrededor de la cocina!»
Nos reímos un rato mientras empezábamos a recoger el desastre. El perro, sintiendo que quizás las cosas no eran tan malas, decidió ayudarnos, o al menos intentarlo. Iba detrás de nosotros, recogiendo las migajas que aún quedaban en el suelo, como si quisiera demostrar que podía ser útil.
Cuando finalmente terminamos de limpiar, decidimos que lo mejor sería bajar al supermercado y comprar más pan. «Esta vez, lo guardaremos en un lugar donde él no pueda alcanzarlo», dijo mi hermano, con el ceño fruncido, aún recuperándose del susto.
El perro, por supuesto, nos siguió hasta la puerta, moviendo la cola felizmente, como si estuviera diciendo: «¡Fue divertido! ¿Cuándo repetimos?»
Mientras caminábamos hacia el supermercado, mi hermano y yo no podíamos dejar de hablar de la travesura de nuestro perro. «¿Te imaginas si el pan pudiera hablar? Seguro estaría gritando mientras el perro lo atrapaba», bromeé.
«Sí», rió mi hermano, «y el pan diría algo como: ‘¡Noooo, sálvame!'». Nos reímos más fuerte mientras el perro trotaba felizmente a nuestro lado, ajeno a nuestras bromas.
Después de comprar más pan y algunas otras cosas para el desayuno, volvimos a casa. Esta vez, nos aseguramos de colocar el pan en un estante alto, lejos del alcance del perro. Mientras nos sentábamos a la mesa para desayunar, el perro se tumbó en su cama, observándonos con esos grandes ojos que parecían decir: «Si hubiera tenido otra oportunidad…»
«Creo que le gustó mucho el pan», dije mientras tomaba una rebanada.
«Sí, pero este es solo para nosotros», respondió mi hermano, protegiendo su plato como si estuviera defendiendo un tesoro.
A pesar del caos de la mañana, no podíamos evitar sentirnos agradecidos por tener a nuestro perro. Sus travesuras, aunque a veces un poco molestas, siempre hacían que nuestros días fueran más divertidos. Y aunque ese día no habíamos planeado reírnos tanto, terminamos pasándolo en grande gracias a él.
Así que, al final, aunque el perro se había comido el pan, todo resultó ser una aventura más en nuestra vida diaria. Porque con un perro como el nuestro, cada día era una sorpresa… especialmente si había pan de por medio.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.