Había una vez, en un tranquilo vecindario, una familia que vivía en una casa pequeña pero llena de risas, amor y un sinfín de anécdotas. Francia, la madre, era una mujer de 38 años llena de energía y entusiasmo por la vida. Con su cabello oscuro y una sonrisa que nunca desaparecía, Francia había aprendido a equilibrar su vida como madre, profesional y amiga. Su mayor tesoro, sin embargo, eran sus tres hijos: Felipe, Martina y Angela.
Felipe, el mayor, tenía 20 años y estudiaba en la universidad. Era un joven tranquilo pero muy trabajador, que siempre ayudaba en casa cuando no estaba ocupado con sus estudios. A pesar de ser un estudiante universitario, Felipe nunca se consideró demasiado serio. Le encantaba hacer reír a su madre y a sus hermanas, siempre tenía una broma lista y una cara de sorpresa cuando algo no salía como esperaba.
Martina, la hija de 10 años, era una niña brillante, llena de curiosidad y pasión por aprender. Tenía una mente inquisitiva y le encantaba devorar libros, especialmente aquellos que hablaban de aventuras y mundos fantásticos. Su imaginación no tenía límites, y siempre estaba inventando historias que dejaban a su familia boquiabierta.
Y luego estaba Angela, la pequeña de 5 años, cuya risa era contagiosa. Angela tenía una personalidad chispeante, siempre corriendo de un lado a otro con su vestido colorido y su cabello recogido en dos coletas. Aunque aún era pequeña, tenía una gran habilidad para hacer preguntas difíciles y sorprendentes. Siempre lograba sacar una sonrisa incluso en los momentos más complicados.
La vida de la familia de Francia estaba llena de momentos divertidos. Cada día era una nueva oportunidad para aprender, reír y disfrutar del tiempo juntos. Los domingos eran especialmente especiales porque, después de la misa, toda la familia se reunía para comer, contar historias y disfrutar de la compañía del otro.
Un día, mientras todos se encontraban reunidos en el comedor, Francia decidió contarles a sus hijos una historia muy peculiar de su propia infancia. Se acomodó en su silla, sonrió y comenzó a hablar:
—Hoy les voy a contar una historia que sucedió cuando era joven, cuando tenía más o menos la edad de Martina, que era muy curiosa, igual que tú, Martina.
Martina levantó la vista de su libro, muy interesada en la historia que su mamá estaba a punto de contar. Felipe, que estaba jugando con su teléfono móvil, también dejó de lado el dispositivo para escuchar.
—Cuando era pequeña, mi hermano y yo siempre jugábamos en el jardín. Un día, mi mamá me pidió que cuidara el jardín mientras ella hacía las compras. No quería quedarme sola, así que le pedí a mi hermano que me acompañara. Pero él, como siempre, estaba más interesado en hacer experimentos raros con las plantas. En fin, yo me quedé en el jardín mirando las flores cuando de repente, ¡una ardilla saltó frente a mí!
Angela, que siempre estaba atenta a las historias, interrumpió con una gran risa.
—¡¿Una ardilla?! —exclamó Angela con sorpresa. —¿De verdad? ¿Era mágica?
Francia sonrió ante la curiosidad de su hija pequeña.
—No, querida, no era mágica, pero para mí en ese momento lo fue. Me asusté tanto que caí al suelo y me golpeé la rodilla. Mi hermano, que había escuchado mi grito, salió corriendo hacia mí y me levantó, riendo como siempre. Luego, me dijo que si quería una verdadera aventura, tendríamos que ir al bosque a explorar.
Felipe, que estaba muy atento, se rió y dijo:
—Eso sí que era típico de mamá. Siempre dispuesta a hacer algo aventurero, incluso con ardillas en el camino.
Francia continuó la historia.
—Mi hermano y yo fuimos al bosque, y lo que sucedió allí fue más extraño de lo que podrían imaginar. Encontramos una cueva, y dentro de la cueva había… un mapache. ¡Pero no era un mapache común! Este tenía una bufanda y una gorra, como si estuviera esperando a que llegáramos.
Los ojos de Martina se abrieron, sorprendida.
—¡¿Un mapache con bufanda?! ¡Eso suena increíble!
Francia asintió con una sonrisa.
—Lo sé. Al principio no sabíamos qué hacer, pero el mapache comenzó a hablar. Nos dijo que nos enseñaría a encontrar el tesoro escondido en el bosque, pero solo si hacíamos las cosas con mucho cuidado y sin hacer ruido. Mi hermano y yo aceptamos el trato, y el mapache nos guió por el bosque, mostrándonos todos los secretos de la naturaleza.
Felipe rió, pensando en lo que su mamá contaba.
—Debe haber sido una aventura única —comentó, mientras trataba de imaginarse a un mapache con bufanda guiando a su madre y su hermano.
—Lo fue —respondió Francia—. Al final, encontramos el «tesoro», que resultó ser una caja vieja llena de piedras brillantes y hojas doradas. Aunque no era el tipo de tesoro que uno espera encontrar en los cuentos, fue una de las mejores aventuras que tuve de niña. Y lo más divertido fue que, cuando regresé a casa, mi mamá me regañó por no haber terminado de cuidar el jardín.
La familia estalló en risas, especialmente Angela, que ya se imaginaba a su mamá siendo regañada por su mamá.
—¡Esa historia está muy divertida! —dijo Angela, abrazando a su mamá—. Pero mamá, ¿y si encontramos un mapache con bufanda en el jardín? ¿Qué haríamos?
Francia rió a carcajadas y abrazó a su hija.
—¡Eso sí que sería una gran sorpresa, Angela! Pero lo que quiero que aprendan de esta historia es que, a veces, la vida nos sorprende de maneras muy extrañas, y lo importante es disfrutar de cada momento y hacer que cada día sea una aventura.
Felipe, Martina y Angela miraron a su mamá con una sonrisa.
—Gracias, mamá, por la historia —dijo Felipe—. Siempre logras hacernos reír, aunque las historias no sean como las de los libros.
Francia, con una sonrisa cálida, abrazó a sus hijos y les dio un beso en la frente.
—Esa es la magia de la vida, hijos míos. Las mejores historias son las que compartimos entre nosotros, las que nos hacen reír, y las que nos enseñan algo valioso.
Y así, cada noche, después de las historias de Francia, la familia se dormía contenta, sabiendo que, aunque la vida no siempre es como los cuentos de hadas, siempre podía ser llena de risas y momentos especiales.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.