En un lejano reino de España, rodeado de montañas y praderas llenas de flores, vivía una hermosa princesa llamada Anita. Tenía la piel tan blanca como la nieve y su cabello dorado brillaba como los rayos del sol en las mañanas de verano. Anita vivía en un castillo enorme y majestuoso, con jardines llenos de mariposas y unicornios mágicos que paseaban entre las flores.
A pesar de tenerlo todo para ser feliz, Anita a veces se sentía sola. Aunque el castillo era un lugar lleno de maravillas, no tenía con quién compartir sus aventuras diarias, ya que su hermana menor, Luna, aún era muy pequeña para acompañarla en todas sus travesuras. Sus días se llenaban de juegos solitarios en el jardín, conversando con los unicornios y viendo las mariposas volar.
Una noche, después de pasar otro día jugando sola, Anita miró al cielo estrellado desde la ventana de su habitación y decidió hacer un deseo. Se acercó a la ventana y cerró los ojos, pidiendo en voz baja:
—Queridas estrellas, deseo con todo mi corazón tener un amigo especial, alguien con quien pueda compartir mis juegos y aventuras.
Las estrellas brillaron un poco más esa noche, como si hubieran escuchado su deseo.
Pasaron los días, y aunque Anita seguía disfrutando de su tiempo en el castillo, no podía dejar de pensar en su deseo. Entonces, un día soleado, mientras estaba en el jardín jugando con las mariposas, vio algo muy especial. Un carruaje dorado entraba por la gran puerta del castillo. Era el carruaje de sus tíos, los reyes Fabio y Dalita, que venían desde el Reino de Fabiolandia para visitarla.
—¡Anita, querida! —exclamaron sus tíos al bajar del carruaje—. Tenemos una sorpresa para ti.
Anita corrió emocionada hacia ellos, pero lo que llamó su atención no fueron las palabras de sus tíos, sino una caja dorada que llevaban entre las manos. La caja estaba decorada con un gran lazo rojo y brillaba bajo el sol como si fuera un tesoro mágico. Con una sonrisa traviesa, el tío Fabio se inclinó hacia ella y le dijo:
—Este es un regalo muy especial, querida Anita. Algo que sabemos que te hará muy feliz.
Anita, llena de curiosidad, se acercó y, con manos temblorosas, desató el lazo y abrió la caja. Lo que vio dentro la dejó sin palabras. ¡Era un pequeño perrito! El cachorro, al verla, saltó fuera de la caja y comenzó a darle besos en la cara, moviendo su cola con alegría. Anita, sorprendida y emocionada, no pudo contener las lágrimas.
—¡Es el mejor regalo del mundo! —exclamó entre risas y lágrimas—. ¡Lo llamaré Bingo!
Bingo, el nuevo amigo de Anita, tenía el pelaje suave y marrón, con ojos brillantes y llenos de curiosidad. Desde ese momento, los días en el castillo cambiaron por completo. Anita ya no estaba sola. Ahora tenía a Bingo para acompañarla en todas sus aventuras. Juntos corrían por los jardines, perseguían mariposas y jugaban con los unicornios que vivían en el castillo.
No pasó mucho tiempo antes de que Luna, la hermanita de Anita, también se uniera a los juegos. Aunque aún era pequeña, Luna adoraba a Bingo, y cada vez que veía al perrito, corría detrás de él intentando atraparlo. Bingo, que era muy rápido y juguetón, siempre lograba escapar de Luna, pero luego volvía para darle un pequeño empujoncito con su nariz.
Cada día en el castillo era una fiesta. Anita, Luna y Bingo se convirtieron en los mejores amigos, y no había un solo día en que no se escucharan risas en los pasillos y jardines del castillo. Incluso los unicornios y las mariposas parecían más felices con la llegada de Bingo, como si el pequeño perrito hubiera traído consigo una magia especial.
Pero las aventuras no terminaron ahí. Un día, mientras paseaban por el bosque cercano al castillo, Anita, Bingo y Luna encontraron algo sorprendente. En medio de los árboles, escondida entre los arbustos, había una pequeña puerta dorada. Anita, siempre curiosa y aventurera, se acercó para investigar.
—¿Qué crees que sea, Bingo? —le preguntó al perrito, que la miraba con los ojos llenos de curiosidad.
Luna, emocionada, saltaba a su alrededor, queriendo ver también qué había detrás de la puerta.
—¡Ábrela, Anita! —dijo Luna con su vocecita—. ¡Quiero ver qué hay!
Anita, sin pensarlo dos veces, abrió la pequeña puerta. Para su sorpresa, al otro lado no había un simple sendero o una cueva, sino un mundo completamente nuevo. Era un lugar lleno de colores, con árboles gigantes y flores que hablaban. El cielo brillaba con mil estrellas, aunque aún era de día, y en el aire flotaba una melodía suave que hacía que todo pareciera aún más mágico.
—¡Es un reino mágico! —exclamó Anita—. ¡Hemos encontrado un lugar increíble!
Bingo, siempre listo para una nueva aventura, corrió hacia el interior del reino mágico, seguido por Luna y Anita. Pronto, se encontraron con criaturas fantásticas: unicornios alados, mariposas gigantes y hadas que revoloteaban alrededor de ellos, riendo y jugando. Pero lo más sorprendente fue que, en el centro de ese reino, había una gran fuente dorada que parecía brillar con luz propia.
Una de las hadas, que llevaba un vestido de hojas y flores, se acercó a ellos y dijo con una voz dulce:
—Bienvenidos al Reino de las Estrellas, donde los deseos de los corazones puros siempre se hacen realidad.
Anita miró a Bingo y sonrió. Sabía que había encontrado ese reino gracias al deseo que hizo aquella noche. Las estrellas habían escuchado su petición, y ahora, no solo tenía a Bingo como su amigo, sino que también había descubierto un nuevo mundo lleno de magia.
Pasaron horas explorando el Reino de las Estrellas. Anita y Luna jugaban con las hadas, mientras Bingo corría detrás de las mariposas gigantes, tratando de atraparlas. Todo era perfecto. Pero cuando el sol comenzó a ponerse, Anita supo que era hora de regresar al castillo.
—Tenemos que volver —dijo Anita—. Pero algún día regresaremos a este lugar mágico, ¿verdad, Bingo?
Bingo ladró en señal de acuerdo, moviendo su cola con entusiasmo. Anita, Luna y Bingo volvieron por la pequeña puerta dorada y, al cruzarla, se encontraron de nuevo en el bosque cercano a su castillo. Aunque el reino mágico había desaparecido tras ellos, sabían que siempre podrían volver cuando quisieran.
Desde aquel día, la vida en el castillo fue aún más feliz. Anita ya no estaba sola, ahora tenía a Bingo, a su hermana Luna, y el recuerdo de sus aventuras en el Reino de las Estrellas. Cada noche, cuando las estrellas comenzaban a brillar en el cielo, Anita miraba hacia arriba y sonreía, sabiendo que, en algún lugar, las estrellas seguían cuidando de sus sueños.
Fin
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.